sábado, 24 de noviembre de 2018

Aquellos maravillosos años (X)


Mi casa y mi barrio

Yo vivía en el primer piso de la Calle Parvillas Bajas, nº 2, de Villaverde Alto. Una vivienda de unos 70 metros cuadrados, con tres dormitorios y un cuarto de baño. En el bajo, un local, propiedad entonces de mis padres, dónde siendo yo niño abrieron una tienda de Juguetes, al principio DEPORTES ALJUMA y luego la palabra DEPORTES dio paso a JUGUETES.

Para entrar a mi casa se accedía a través de un portal contiguo a la tienda; el atrio en mis primeros años era de libre acceso hasta que a principios de los ochenta, una situación de creciente inseguridad con robos en el barrio, llevó a mis padres a cerrarlo y darnos a cada uno una llave que yo llevaba anudada al cuello. Aún conservo el primer llavero, comprado en Almería


La habitación de mis padres era la primera a mano izquierda a la que tenías acceso al entrar en mi casa, y daba a la calle Parvillas Bajas, al igual que la de mi hermana, que era la siguiente. Mis padres tenían un dormitorio chulísimo, con radio incorporada para que mi padre pudiera escuchar Hora 25 y a José María García…

En el salón, sofá de tres plazas y dos orejeros, el mueble de la televisión, la mesa y las sillas entre las que mi hermano Julián aún conserva alguna. Eran castellanas, recias y robustas, que aguantaban los trastazos que le dábamos tres niños jugando…
En el salón, aquella enciclopedia ESPASA CALPE de color verde, que nos servía para consultar las innumerables dudas que traíamos tras el colegio. Vivíamos perfectamente sin Internet; nos sentábamos juntos a ver la televisión y el mando de la televisión eras tú mismo cuando tu padre o madre te mandaba cambiar de canal… Ni tablet, ni móviles, ni smart tv, ni portátiles. Nada. Todo analógico. 



En la azotea de mi Casa



Desde la valla de piedra a menudo me asomaba al patio de luces del local. Espacio reducido dónde mi padre nos contaba que yacían los restos del Rin Tin, su perro, con el que había jugado en su infancia muchos años antes.
Mi patio daba también acceso a la casa de Elo y el Sr. Luis, y su “sobrina” Paqui,  a través de una lúcida ventana. Aún puedo oler los guisos de Elo. Y madre mía la de veces que colábamos la pelota jugando en el patio en su casa a través de la ventana.Encima de Elo vivían Carmen, Pablo, que era pintor, y sus dos hijos, Pilar y Miguel Angel. Y encima de mis tíos, las hermanas “Cotorras”, de mal humor y peores palabras, siempre dispuestas a la confrontación y poco amigas de aguantar a niños jugando bajo su ventana.
En mi habitación celebrando mi 27 cumpleaños con Miguel, mi hermano  y Mayca

Mi hermano y yo compartíamos dormitorio; dos camas plegables que salían de un mueble que contenía un escritorio en medio de las camas del que se apropió mi hermanito… Y un sofá/cama plegable, donde dormía cualquier varón que llegase a casa. Durante el tiempo en el que estuvo estudiando en Ávila mi tío Inocencio para poder ascender en el Cuerpo Nacional de Policía, venía a casa los fines de semana y esa era su cama. 

Y cuando mi tío no estaba, o también en otras ocasiones, el visitante era mi primo Agustín; y entonces mi habitación se convertía en una especie de “Londres Atmósfera Zero”, pues tanto mi primo como mi hermano fumaban un Ducados detrás de otro; yo me acurrucaba en la cama mientras me decían “anda niño, duérmete ya” y ellos hablaban de “sus cosas”.
















Una casa sencilla, con salón, pasillo alargado, baño pequeño donde hacía un frío que pelaba, y cocina reducida con acceso al patio, mesa de cocina plegada contra la pared con cuatro banquetas, y aquellos taburetes azules que haciamos rodar por el pasillo; así ocurría, que las tapas se abrían y salía lo que había dentro, que era los accesorios para la limpieza de los zapatos.

En el portal, que no estaba comunicado directamente con la tienda, se encontraba el cuarto de contadores, al que yo llamaba “La cámara de los horrores” porque me daba pánico, era muy pequeño y parecía que entrabas allí y te iban a dar un empujón y quedarías allí encerrado de por vida…En general, yo era bastante miedoso. 

Y al caso vienen varias anécdotas con las que mis hermanos se frotan las manos y ríen recordando mis temores. A mi hermano le regalaron por su comunión un Tocadiscos. Una maravilla que nos permitía disfrutar de los LPs y singles, no sólo de la música que a nosotros nos gustaba, sino también a mis padres. Y entre esa discografía se encontraba un Single de Tony Leblanc, de la industria discográfica BELTER, con dos caras. Por la A, Caperucita Encantada; y por la B, Enrique el Drácula. A mí, desde niño, siempre me han llamado la atención los vampiros; aunque también  han horrorizado. El disco comenzaba con dos gritos aterradores…y una “Advertencia lógica y honrada…”… Os aconsejo lo busquéis porque está disponible en YouTube y disfrutéis un rato, pensando cómo me sentía yo, con mi miedo a los vampiros, cuando mis queridos hermanos me encerraban en la habitación a oscuras, tiraban desde el otro lado del pasador de la puerta para que yo no pudiese abrir
y mientras esto ocurría, comenzaba la “tenebrosa” historia de Enrique el Drácula…


Otra de las “bromitas” que me preparaba mi hermano era la siguiente. Él era aficionado, desde chico, a los juegos con aquellas bolsas de soldaditos de plástico que se compraban en los kioscos y que incluían una retahíla de pequeños y aguerridos combatientes, así como carros de combate, cañones, etc.; todo un arsenal con el que él, desplegadas las camas en nuestro dormitorio, componía un perfecto campo de batalla entre los pliegues de las mantas y sábanas.



No sólo los “soldaditos” eran sus seguidores, también los madelman que habían irrumpido con fuerza en aquellos años.  Yo, que soy cinco años menor que él, me había beneficiado del progreso que trajo también a los Geypermán, mejor articulados, más grandes de tamaño aunque con menor éxito comercial. Mi hermano, conocedor de que su hermano pequeño era un poco miedoso, me llamó desde su habitación…


“Alberto, Alberto, ven a jugar conmigo…”


Yo, que mi hermano me llama, acudo desde el comedor raudo y veloz encantado de la idea de poder jugar con él, práctica poco habitual aunque ciertamente deseada. Y cuando abro la puerta de la habitación, en un solo segundo, ésta se cierra, la luz de la lámpara se apaga y queda una pequeña lamparilla a mi lado desde la que sólo diviso, entre tinieblas y en la pared de enfrente, una silueta, la sombra de un hombre ahorcado que se tambalea en su agonía….
¡Imaginaos el grito que pegué! No se le había ocurrido más que colgar al Geypermán, a oscuras, y llamarme para aterrorizarme viendo cómo se mecía ahorcado… Claro, que yo no me callé, y entre lágrimas, fui a chivarme a mis padres inmediatamente. Nada, no le dijeron nada, más allá de “Julianito, no le hagas eso a tu hermano…”

El barrio

En frente de nosotros estaba la peluquería de Isabel. Isabel estaba y está casada con Juan Antonio, que era primo de mi padre. Y tenían dos hijos, Juan Antonio e Isabel. Mi padre, que de por sí era persona de poco bromas, sí que le gustaba meterse un poco conmigo,  y me relacionaba con Isabel hija, a quien con cariño llamaba “Isalebita”, y reconozco que conseguía sacarme de quicio.


Encima de Isabel, su hermana María, que su marido trabajaba en Legrand y tenían también un hijo, "Eduardito". mayor que mi hermano. Gracias a esta mujer, y pese a que fue un trabajo que rozaba la esclavitud, pudimos salir de un largo bache cuando a mi padre se le complicó el trabajo al cerrar varias de las fábricas que le proporcionaban portes. Fueron tiempos difíciles, había que trabajar 5 horas para ganar 500 pts; primero la Tarea, que era la cantidad diaria para paliar la escasez de ingresos de mi padre, y cuando ésta era culminada, cada uno podíamos hacer "tornillos" para nuestra autoeconomía. 

Al lado de la peluquería, el edificio donde en el primer piso vivía la Nati. No recuerdo muy bien quien vivía en el segundo piso.
En la esquina, y ya en la calle Albino Hernández Lázaro, la frutería de mi amiga Susana. En aquella época, Susana, Ana (que vivía enfrente de la frutería), Pedro Salas, (al que llamábamos cariñosamente “el abogao”) y yo, éramos inseparables. Fui "novio" tanto de Ana como de Susana...  


Contiguo a la frutería, la tienda de productos lácteos de “la Bienve” y su hermana. Eran dos hermanas, una alta, delgada y espigada y la otra bajita y rechoncha. Su tienda era muy pequeña, recuerdo que comprábamos la leche en bolsas, y aquellas cuñas de chocolate gigantescas que hoy dicen que son bombas de colesterol..
Al lado de “la Bienve”, “la Concha” y su pastelería. Tenía unos pasteles y tartas sabrosísimos, eran manjares. 




Un poco más adelante, la tienda de ultramarinos de “Yves”, donde recuerdo ese olor tan característico del bacalao seco y aquellos botes gigantes de atún y aceitunas, que colocados en una barra inexistente porque estaba repleta, me impedían verle la cara cuando mi madre me mandaba “a los recados”.




Y en la misma acera y un poco más adelante, la tahona de “la Laly”, despacho de pan donde pedía “tres pistolas” y cuando lo contaba en Almería, se miraban extrañados y me decían: “anda chiquillo, qué e esso de la(-) pistola(-)” porque no sabían que en Madrid le llamábamos pistolas a las barras más estrechas, y barras a las más anchas. Y cómo me gustaba comprar colines, creo que no los he vuelto a comer tan ricos como aquellos, eran alargados, tostaditos y estaban deliciosos…




Frente a Yves, una droguería que luego trasladaron a la calle Salsipuedes, y la carnicería de José. Me encantaba ir con mi madre a la carnicería, porque José siempre me gastaba alguna broma y tenía alguna palabra de aprecio para mí.


Anotación en Mi Diario sobre mi Operación de Apendicitis 
Y cruzando la calle Parvillas Altas, tres establecimientos también memorables. Los frutos secos haciendo esquina con la calle Getafe; tienda donde compré casi 1 kg de chufas que me comí en vísperas de viajar a Almería y que derivó en un ataque de apendicitis inmediato;  la papelería Greca con aquella delgada mujer regentándolo, y sus hijas que iban también al Colegio de las monjas; y el bar Gredos enfrente.  En la esquina de mi calle, con Albino Hernández Lázaro, la tienda de repuestos de mi tío Luis, y en la acera de enfrente y más adelante, el Banco de Vizcaya que tenía una especie de descansillo frente a la entrada donde nos apoyábamos cuando estaba cerrado. El “Banco” era uno de nuestros puntos de encuentro, dónde quedábamos en una época en la que no había “móviles” y al que faltaba, o bien se le iba a buscar a casa, o simplemente…se perdía lo que esa tarde aconteciera…

Frente al Banco, al otro lado de la calle, la Pollería ya en la calle de “Correos” dónde vivía Jesús “El Largo”, que durante muchos años formó parte indispensable de nuestra pandilla de amigos, y también Marisa, protagonista decisivo de la creación de AMICOM que derivaría posteriormente en AJUVA, y persona a la que siempre he guardado gran cariño. E igualmente en la misma calle, María Rosa, a quien el destino elegiría, transcurridos los años, para unirse en matrimonio con mi amigo Carlos.



Y en la misma acera, en la manzana de enfrente, la pescadería, el “Bar Bachiller” que era una Taberna por decirlo de alguna manera, “antigua”, donde solíamos jugar a las cartas y comenzamos a hacer nuestros primeros pinitos con la cerveza. Practicábamos un juego muy divertido, el “Siete”; el “Bachi” se convirtió muchas veces en lugar de recogida cuando no teníamos dinero para ir al Centro, o a Getafe o Leganés, pues con menos de una  “libra” (moneda de 100 pesetas) podíamos pasar la tarde. Y para abaratar costes, “mostos”, que aún eran más asequibles.

Y la tienda de los hermanos de Piti para cambiar novelas; todo un clásico...
Contiguo a la pescadería, estaba la frutería “Santamaría”, donde también mi madre me mandaba a comprar. En la frutería pronto entró a trabajar Kete, amigo y rival especialmente en los partidos de fútbol, que formaba equipo con Pedro “el abogao”, Chito, Juan Miguel (Juanmi), para enfrentarse a nosotros en el Ibercoal.


En el portal de al lado de la pescadería vivía Pedro Romo, compañero de clase y amigo a quien conocí en mi llegada al Instituto de Orcasitas, en 1983, y al lado, Juan Carlos Mora, en el callejón, a cuya casa fui a jugar algunas veces con Jesús Álvarez.


En esa misma calle del Doctor Martín Arévalo, aquel fotomatón que retrataba nuestras locuras y donde podíamos obtener, a menor precio que en el Laboratorio Fotográfico Uclés que estaba en la Avenida Real de Pinto, esas fotografías que nos pedían para el DNI, para el Instituto, etc. Al lado del fotomatón, el estanco, y ya hacia arriba, la plaza Ágata.
No muy lejos de allí, la “Cojita”, pequeñísima mercería donde mi madre compraba pequeños accesorios para la costura.

Inolvidable la cafetería “Las Vegas” más abajo en la misma calle, dónde todos los sábados y domingos, mis padres tenían por costumbre, nada más terminar de comer, bajar a tomar café. Y de esa manea me inicié en el hábito de tomar café, en compañía de mis padres y hermanos pues se convirtió en algo habitual, apreciado y prolongado hasta la actualidad.


En la plaza Parvillas, aquella fuente desde la que una familia que vivía en la misma calle Parvillas, en el tramo donde estaba mi portal, acarreaba cubos y cubos de agua por carecer de agua corriente en su vivienda, sita frente al número 11 de la calle. Allí tenía yo a quienes fueron mis mejores amigos cuando yo era muy pequeño, Paquito y José. Paquito era de mi misma edad, y José algo más pequeño. Su padre había sido intervenido de corazón, y siempre estaba en casa. Su madre, Sagrario, y otros tres hermanos. Sagrarito, Carlitos y Félix que era el más pequeño. Paquito y José fueron mis primeros compañeros de aventuras, a la vez que Antonio Barroso, que vivía con sus padres y sus dos hermanos, Manuel y Emilio, en el mismo portal. Y también Ana y sus dos hermanos, uno que falleció no hace demasiados años, y el otro, Tanga, que fue portero de nuestro equipo y a la vez también cuñado durante unos años de Susi “el moreno”, otro “de los míos” de toda la vida. Y en los pisos superiores, Antonio, que tenía dos hermanos mayores, uno de ellos Agustín jugaba con nosotros al baloncesto también en la calle. Y Blas Noeda y familia; Blasito, su hijo, algo menor que nosotros pero que también se unía a nuestros juegos primero, y posteriormente también al grupo AJUVA y equipo de fútbol, junto con Juanito, coetáneo y vecino también suyo.

Y allí “Sabrina” y su hermana Ascen, que formaban parte de un grupo de amigas en las que se encontraba también María Rosa. Y con ellas jugábamos también mucho, sobre todo al principio, hasta que maduraron como es lógico antes que nosotros, que jugábamos a la peonza mientras ellas se convertían en bellas mujercitas…
En el mismo lugar, uno de los antiguos Kioscos donde comprábamos chucherías, cromos, regaliz, palolú, soldaditos, etc. Y Arranz, los electrodomésticos, y también Deportes Barahona. En el escalón del portal adyacente a Barahona me dejé yo medio diente y una muñeca rota; y una fuerte bronca de mis padres por jugar al fútbol en la plaza como si fuese el Bernabéu. 



Echábamos unos partidazos entre los bancos; los habíamos liberado de los anclajes al suelo, y los movíamos a voluntad; la parte inferior del banco era la portería; aquello eran unos verdaderos Mundiales de futbito en Parvillas…




El Bar Cortés, que tenía una máquina de moscas que era como acercar la Guerra de las Galaxias a tus manos por solo 25 pesetas; esas monedas que cuando se me acababan los ahorros, sigilosamente deslizaba de la caja de madera que hacía los efectos de caja registradora en la Tienda de mis padres para poder echar una partidilla…



La librería de Pueblos y Culturas, el Bar Sol de los tres hermanos, donde temporalmente se ubicó la Peña Madridista los Magníficos Blancos, a la que mi padre junto con mi hermano y yo pertenecíamos. Los días de partido, como media hora antes de la salida del Autocar, allí estábamos, para tomar una cañita antes de subirnos al Bus. Autobús que recuerdo conducía Milagros, hombre entrañable y amable con nombre de mujer… Antes de esa Peña, mi padre perteneció a la Peña Los Amigos que tenía su sede en el bar Vazquez, a donde pertenece esa fotografia con el futbolista Gregorio Benito.

Y cercana, la avenida espinela, con su Break que era el Pub en el que contaban los más mayores, se producían en la trastienda partidas de Giley y Póker a cara de perro, con muchos millones de pesetas en juego. El Jesusín, que tras idas y venidas aún hoy permanece abierto; mi colegio, el Colegio Villaverde, la zapatería Paz, el Bar de Betrián y ya el Paseo Alberto Palacios donde no había, por cierto, ninguna tortuga.

Este es un resumen de cómo eran mi casa y mi barrio en Villaverde Alto. Hoy ya nada es igual, ni siquiera nosotros. El tiempo y la propia vida se encargan de ello. Por eso este empecinamiento mío en contar lo que un día fue, se fue y me dejó para convertirse en recuerdos. Quizás sea el miedo a perderlos lo que me lleva a aferrarme a las personas y cosas que amo y amé, a lo que fui y soy, a todo aquello que, sinceramente, nunca quise perder...


sábado, 17 de noviembre de 2018

Aquellos maravillosos años (IX)


Homenaje a mi tia Pilar



El pasado miércoles fue un día triste. Se bajó de nuestro tren una viajera que me acompañó en este recorrido desde que nací. Y así, dijimos adiós, o mejor, hasta luego, a la tía Pilar. Este es mi pequeño y humilde homenaje, tía, por tantos días de cariño, por estos recuerdos de los que formas parte, por haber hecho tan dulces aquellas estaciones de este trayecto.

A veces, de forma inesperada, lejanos siquiera a nuestra voluntad, aparecen en nuestra vida sentimientos y sensaciones que nos sitúan en un mundo donde el tiempo no ha transcurrido, y sobre todo, donde el cariño permanece. Y volamos en ese instante a una época preciosa, donde nos volvemos a reencontrar con ese “parece que no ha pasado el tiempo…”. Ayer viví ese incomparable minuto, un nuevo dejavu que me sobrecogió, más allá de la tristeza por la marcha de la tía Pilar, en varios momentos. Gracias, Paco, por ese feliz instante; gracias, tío, Amalia, Mari Pili, por la calidez de ese abrazo..

Tía, estoy seguro de que volveremos a reencontrarnos y volveré a preguntarte, cuando suba la escalera de piedra, le de un beso a la Abuela Felisa y te busque en el hall : ¨ ¿yo dónde voy a dormir¨?

El Cerro Alarcón

Escribir sobre mi infancia, y mis recuerdos en el Cerro Alarcón, es algo que quería hacer y hoy es el mejor momento para ello. Cierro los ojos…y allá voy!

El Cerro Alarcón era la Urbanización, en el madrileño municipio de Valdemorillo, dónde mi tío Luis y mi tía Pilar habían adquirido una parcela, en la que construyeron un Chalet que era, para mí, maravilloso.  Una vivienda a la que llegabas tras una breve cuestecilla, pequeña hoy porque cuando comencé a aprender a subir en bicicleta, de la mano de tío Luis, era casi el Tourmalet. Aún puedo verle empujando desde abajo, sujetándome, al igual que antes había hecho con todos los mayores, Amalia, Mari Pili, Luisa María, Agustín, y mis hermanos. Y como no aprendieras, generoso pescozón, para que espabilaras antes.

Aquella valla negra, y el acceso. Una plataforma de piedras de granito, empedrada, para recibirte en el acceso al garaje. Y ese olor a arizónicas…tan característico…parece pueda olerlo ahora mismo…
Si elegías el acceso desde la puerta peatonal, camino de piedras con un mini jardín a la izquierda, y el césped y la piscina, a mano derecha. Y te situabas en la escalera de piedra dónde ayer viajé con Paco Vivancos.. Y allí, sentada, me esperaba la Abuela Felisa, sentada en su silla que parecía de cáñamo, siempre con una generosa sonrisa para todos. Cuántas veces me senté a su lado, para acompañarla, para estar junto a ella, y al igual que hacia mi abuela, también cogía mi mano y me hacía sentir su calor.

En el porche, inolvidable el columpio con el toldo de color naranja,  donde podía balancearme horas; en aquellos días no tenía ocasión de subirme a un balancín que no fuese ese. Y allí, junto a mis hermanos, nos mecíamos encantados.

Al cruzar la puerta principal, si girabas a la izquierda, la primera habitación era la de la Abuela Felisa , luego el dormitorio de mis tíos, un baño y a mano derecha la cocina. En aquella cocina había…¡botellas de coca cola! Los vasos legales (los que me echaban) y los ilegales (los que a escondidas vertía) que me tomé… De la cocina podías salir a la parte de atrás por la puerta trasera que te bajaba con una escalera metálica a ese espacio, o pasar a mano derecha a otra habitación. Era la primera vez que yo oía la palabra “Office”, y así se quedó. Tenía una mesa creo recordar cuadrada, y allí se hacían comidas o cenas cuando el calor o el frío impedían que fuese en el porche delantero.

Y salías del porche y entrabas al salón principal, con aquellos sillones enormes que los tíos habían tenido en Villaverde y que continuaron dándonos asiento allí. Y la chimenea, donde en invierno podías contemplar en vivo y en directo esa maravilla ancestral: el fuego. Pero lo más llamativo para mí era el mueble bar, que completaba un salón espectacular, con aquellos taburetes altos, en un ambiente único marcado por un olor también característico…

En la planta de arriba, a la que accedías por una estrecha escalera, los dormitorios de mis primas Amalia y Mari Pili, un pequeño recibidor de entrada a ambos, así como a un W.C. y a la bohardilla donde yo dormía, que en sus inicios estaba vacía a excepción de un mueble cama en el que podía reponerme de largas jornadas de juegos, baños, deporte, etc.  Y allí yo desplegaba mis chapas, que también me las llevaba, así como ponía en las paredes algún poster del Real Madrid que mi tío me había regalado, y ahora que lo pienso, también de un Rayo Vallecano de 1ª división en el que jugaban un tal Tanco, Uceda y Landáburu…y jugaba con la Ruperta Fantasma del famoso concurso 1, 2, 3 Responsa otra vez…

Pero el Cerro era maravilloso para mí, mucho más que por la inmensidad de las habitaciones, porque en él podía hacer todo lo que Villaverde se me negaba; por ejemplo, subir en bicicleta. Y para ello, accedía al Garaje, en el que se podían aparcar varios coches, situado en la planta baja. Allí, a parte de los vehículos, mi tío, que era muy bueno con los trabajos de albañilería y en general, con las “chapuzas” de todo tipo, había construido no solo otro W.C., sino otra pequeña habitación donde guardaba también todo tipo de herramientas. En el Garaje, esas bicicletas antiguas, de piñón fijo, pintadas con colores púrpuras, que parecía habían regresado del pasado para recordarnos las ventajas y beneficios de las BH incluso plegables que nosotros teníamos.

Y esa Vespino Azul en la que, una vez aprendí a subir en bicicleta, podía utilizar y salía con ella por la urbanización, por todo el Cerro Alarcón, “presumiendo” de poder subir en moto (aunque no fuese mía), sin casco, y que a medida que fueron pasando los años se hacía más difícil su uso porque el motor iba perdiendo fuerza y tenías que pedalear en algunas cuesta arribas… Ciclomotor que cogía, claro, con permiso de los mayores, pues cuando en el Chalet estaban mi hermano Julián y mi primo Agustín, se adueñaban de la moto y terminaban, como aquella tarde, haciendo motoacutic en el pantano….

El entorno del Cerro era increíble. Podías bajar al Club, en el que recuerdo aprendí a nadar. Aun puedo ver a mi padre riendo porque yo intentaba hacer trampas, y simulaba, estirado sobre la superficie del agua, que nadaba mientras aguantaba el peso con la otra pierna dentro del agua…qué ignorante era, pensaba que no se daría cuenta y sus carcajadas bien me delataban…

El Club lindaba con el pantano. En él, sobre todo en los primeros años del Cerro Alarcón, nos bajamos a bañar porque mi tío aún no había hecho la piscina. Era una sensación extraña para mí, acostumbrado a la claridad del agua salina, moverme en aguas más o menos verdosas donde no divisaba el fondo y eso me producía intranquilidad. Si en aquellos momentos recordabas la Leyenda del Monstruo del Lago Ness…salías pitando del agua. Y era divertido ver a aquellos esquiadores acuáticos remolcados por lanchas haciendo piruetas. En Villaverde no tenía nada de eso, puedo dar fe de ello…

Tenía mi panda de amigos, mi inseparable amigo Germán. Cuánto me gustaría volver a saber de él para recordar aquellas tardes de baños en la piscina, de juegos interminables más allá del atardecer, de partidos de fútbol en las pistas del Club. Germán era el segundo de cinco hermanos, su hermana mayor Beatriz, que era de mi edad, y luego venían otros tres más. Su padre era químico, eran valencianos y valencianistas, con lo cual las bromas sobre el fútbol se sucedían.. Entonces uno de mis ídolos era Mario Alberto Kempes, pero yo callaba por seguir ese refrán de “al enemigo ni agua…”

Y luego teníamos otros amigos, Víctor y su hermano Gonzalo, que tenía el chalet al lado de Germán y su padre era taxista, y un matrimonio que residía en la misma calle de ellos y que perdió un hijo algo mayor que nosotros en un fatídico accidente de moto. En su casa, jugábamos partidas de futbolín, lo recuerdo perfectamente. 

Cerro Alarcón era como un Polideportivo para mí. Natación, ciclismo, fútbol, y también…Ping pong. En el garaje Tío Luis tenía una mesa que sacábamos fuera para poder jugar más a gusto y ahí, año tras año, sufría derrota tras derrota, a cuál más dolorosa, por parte de Paco Vivancos al que siempre retaba con el ánimo de competir. Era imposible…fue superior, y, encima, se esforzaba por serlo y me ganaba continuamente. Y no es que no me importase, que va, me cabreaba y maldecía en silencio…pero perdía y perdía…




Lo peor era que intenté resarcirme al baloncesto con aquella canasta que se colocó encima de la puerta del garaje. “La madre que me trajo al mundo…” mascullaba una vez más, al comprobar que Paco no sólo era bueno al ping pong, sino también al básquet. Madre mía, es que tiraba triples y los metía todos… Y yo a verlas venir…. En fin, siempre quedó pendiente una partida que sería la definitiva, así que ya sabes, Paco, te espero….

Otro de esos bellos recuerdos es esa fotografía que tengo en mi cabeza y que nos sitúa, en muy diferentes ocasiones, a toda la familia comiendo, merendando, cenando, en el porche frontal de la casa, donde se ubicaba el balancín. Recuerdo a mi tía Pilar reprochando tanto a mi madre como a la tía Antoñita que habían llevado comida; al fin y al cabo, eramos muchos y compartíamos con apetito tortillas de patatas, pollo con tomate, filetes rusos, ensaladillas rusas, etc.  Allí, cuando el sol se ponía y llegaba la hora de la chaqueta para paliar la bajada de temperaturas, comenzaban a moverse las ramas de los eucaliptos que mi tío tenía plantados y que proporcionaban sombra y fresco en el estío.

Aquellos eucaliptos protagonizaron una “Noche de miedo” en la que por razón que hoy no recuerdo, mis tíos se fueron y nos quedamos mi hermana y yo bajo la tutela de mi prima Mari PiliEn un cambiante atardecer, se nos presentó una tormenta atroz con  diabólicos rayos y aterradores truenos; se fue la luz y horrorizados desde el sillón del comedor, observábamos como aquellas ramas querían introducirse en la casa y retirarnos de los brazos de mi prima… O aquella otra velada en la que me puse a ver Psicosis en esa pequeña televisión en blanco y negro que se sacaba al porche, y luego no me podía dormir en la bohardilla…



Eran los años en los que John Lenon era asesinado en Nueva York, Alí Agca tiroteaba al papa Juan Pablo II en Roma y se producía la boda de Lady Di y el príncipe Carlos. Gran Bretaña recuperaba a cuchillo las islas Malvinas. Y para nosotros, un tiempo difícil, marcado por la antesala de lo que luego sería nuestro 23-F. Después,  el año del cambio, 1982. En la habitación de Mari Pili había un póster que se hizo muy famoso y que ilustraba el movimiento político y social de la época. Y otro de Quadrophenia… Unos cuantos años tardé en ver la película de aquel póster, que, por cierto, me encantó.  




Los veranos en el Cerro Alarcón tenían también para mí un componente asociado al tenis. Recuerdo cuando veíamos aquellos partidos en los que participaban Iván Lendl, Borg, Wilander,  Martina Navratilova y Chris Evert, y el siempre irreverente John McEnroe que tanto agradaba a mi padre. Generalmente, las horas de la siesta donde podía ver esos encuentros con “los Pacos”, al aroma de sus cigarros Habanos o simplemente de sus Ducados. Qué bellos recuerdos de vernos todos, las tres familias, los Pilares, los Agustinitos y los Julianitos, en mi idílico Cerro Alarcón. Y eventualmente nos acompañaban también los Teresitos. Eran momentos también especiales, las desventuras de Rafa y “la” Teresita, “Rafita” e Iván y las mil y una anécdotas que tuvieron lugar y que aún hoy perduran, como aquel olor tan característico del salón, en la memoria. Impregnado en mi mente, como los de la teja negra, el del césped cuando tío Luis regaba, los de las arizónicas y el del cloro de la piscina.

En definitiva, esencias de una época para mí inolvidable, totalmente descriptible y con mucho cariño recordada. Momentos que quedaron grabados en algunas fotos que han acompañado a este relato, y que han permanecido muchos años en un silencio del que ya ninguno formamos parte. Vacío que reviven canciones de Cecilia, cuya cinta oía en el Seat 1500 de tío Luis y que finalmente terminó regalándome..



Recordar, anotar, comentar y sobre todo, sonreír; sentimientos que afloran al escribir  y que  permiten disfrutar de este camino. Detener mi marcha para disfrutar del paisaje, aun en momentos tan tristes como el que en los últimos días hemos vivido, me da esa sensación de placidez que aminora cualquier atisbo al desaliento.



Por eso, querida Tía Pilar, este es mi homenaje, sentido, reflexionado, y querido, para ti especialmente pero también para tío, Amalia, Mari Pili y familias. Siempre he notado tu cariño, aún en la distancia, en toda época y momento. Para mí no te has ido, porque como siempre digo, nadie se va mientras permanezca en el recuerdo. Para mí, como los demás que te precedieron, también eres inmortal.





viernes, 9 de noviembre de 2018

Aquellos maravillosos años (VIII)

Los viajes a Almería

El Tren



Estación de Atocha en los años 70



En muy pocas ocasiones, viajamos en el tren. Aquel tren parecido al Expreso de Medianoche y que salía de la vetusta Estación de Atocha, y que hace unos 11 años desapareció del trayecto ferroviario Madrid-Almería, víctima de los planes propagandísticos y electorales de un AVE que a fecha de hoy aún está por llegar.



Fue el viaje a la boda de mi prima Lolita y Juan; aquellos trenes nocturnos eran un viaje al siglo XIX, a los trenes de carbón o a la locomotora de vapor. Los compartimentos eran especialmente estrechos.

Pasillo del Expreso a Almería


 Cada habitáculo permitía dormir a 6 personas, tres a cada lado y en literas cuyo ancho no creo que tuviera 70 cms. Y por supuesto, si tu familia era de cinco componentes, había un “sexto” inquilino que era un desconocido, o desconocida, y en quien supuestamente confiabas para poder descansar en su compañía.

Los asientos eran especialmente incómodos; la tela era un scai de color azul que, unida a la dureza de aquellos asientos, y por su propia composición, generaba una atmósfera poco agradable a medida que el viaje avanzaba. Y qué decir de la noche, seis personas en un espacio tan reducido en el que se incluía el calzado; en fin, como decía antes, y no exagero, el Expreso de Medianoche. 



Estación de Linares Baeza.

Tras no menos de veinte paradas, en todo tipo de poblaciones, algunas más grandes como Aranjuez, Ocaña, Manzanares, Valdepeñas, Guadix; otras en pueblos bastante más pequeños como Linares-Baeza, donde se desmembraba en dos; unos vagones seguíamos hasta Almería y otros eran guiados por una Máquina que allí los recogía, a Granada. Aquella parada era interminable…y ese inconfundible olor que desprendían las vías, a parte del calor, castigaban la dureza de un viaje inacabable…


Los viajes en coche



De nuestros viajes a Almería en el Renault 4 tengo escasos recuerdos. Alguno de ellos me sitúa, en el medio de los asientos traseros -como siempre-, tirando ropa por las ventanillas, no sé muy bien por qué… Parece ser que siendo pequeño, ropa que cogía ropa que tiraba por la ventanilla.. Seguro que me llevé algún pescozón que otro…




En el fondo, , supongo que nosotros eramos unos privilegiados. En aquellos años 70, no todo el mundo tenía la suerte de tener coche, mis padres se sintieron muy orgullosos de ello y a medida que pasó el tiempo, con la visión de una época, de cómo vivíamos en aquellos momentos, uno se da cuenta de que efectivamente, fuimos bastante afortunados.






Los primeros viajes con el Renault 4, si ya en los albores de los años 80 con el Renault 12 duraron en ocasiones 12 horas, supongo que se irían por encima de las 14 o 16 horas. Sin autovías, sin autopistas, sin desvíos, todo carreteras nacionales de doble sentido que atravesaban campos eternos. Aun recuerdo al asomarnos por la ventanilla y ver esas llanuras amarillas, repletas de girasoles que conformaban una vista extraordinaria…








Y entre las lomas, montes, olivos y flora de la mitad sur de España, esa publicidad que hoy dia sobrevive en forma de esos grandes carteles, memorables y a la vez inolvidables…






Qué bonito era ver amanecer, con qué ilusión nos desperezábamos y nuestros ojos se abrían despacio, buscando los primeros rayos de sol tras un buen rato de sueño. Al ser viajes tan largos, solíamos salir muy de madrugada y nos pillaba la aurora ya de camino. Recuerdo esa sensación con mucha añoranza; tener la oportunidad de ver amanecer….increíble…Viajábamos sin cinturón de seguridad en los asientos traseros, y nos tumbábamos, intentando aprovechar el espacio para dormir, con aquellas mantitas tan acogedoras…

Gasolinera de Tabernas

La duración del viaje te permitía ver amanecer, y volverte a dormir antes de que bien entrado el día mis padres decidieran hacer una parada para ir al wc, o también para echar gasolina.

 En aquellas gasolineras antiguas podías comprar las cintas en aquellos expositores, o las famosas navajas de Albacete que mi padre siempre compraba alguna… 






O incluso poner algún disco en aquellas máquinas fabulosas que devolvían música y también sueños a cambio de una moneda…Aunque normalmente poco tiempo teníamos en ese momento; intentábamos retomar el largo viaje lo más rápido posible para evitar, con ociosas paradas, que su duración se prolongase innecesariamente.









Aunque la mayor parte de mis recuerdos cogen cuerpo con la llegada a mi casa del Renault 12. Este último fue un coche avanzadisimo para su época, era el modelo TS y tenía un gran repris. Para evitar dejarlo aparcado en la puerta, mi padre lo guardaba en un local que era propiedad de mi tío Luis, y que no tenía vado. Así, en los fines de semana que era cuando mi padre lo usaba, nos mandaba a ver si se podía sacar el coche, si no habían aparcado en la puerta. Y volábamos para avisarle de que estaba libre.  Así durante unos cuantos años.




Recuerdo jornadas de 12 horas de camino, pasando por infinidad de pueblos, villas, pedanías, parajes…. Recuerdo los cien mil semáforos de Albacete, la agonía que era cruzar Lorca en pleno miércoles santo, el desvío que aprendió mi padre por una carreterilla infernal, ya en la provincia de Almería, “El Barranco del Río Aguas” que mirabas a través de la ventanilla apretando los dientes por el vértigo…


Este manuscrito pertenece a mi diario, y en él quise reflejar los pueblos por los que pasábamos en uno de esos viajes. Tampoco existían variantes que rodeasen los pueblos; tenías que atravesar cada uno de ellos por el centro, que en casi todos los casos pasaba por su Plaza Central y/o Iglesia correspondiente.  




Eran trayectos infinitos, no había ni aire acondicionado, el agua la llevábamos en una cantimplora metálica que conservaba el frío no más de dos horas. La música, en un 90% de sus contenidos, la elegía mi padre. Porque el otro 10 % del tiempo se destinaba a la radio; recuerdo aquellas voces en las ondas que durante años nos acompañaban en nuestros viajes; programas como “De costa a costa”, “Hora punta” o “Protagonistas” de Luis del Olmo, “Directamente Encarna” y “Esto es España, señores”, de Encarna Sánchez, en ocasiones “La saga de los Porretas” y cuando se nos hacía de noche, mi padre automáticamente sintonizaba “Hora 25” para escuchar a uno de sus periodistas favoritos, José María García.





El Renault 12 disponía de un equipazo de sonido estéreo, con dos altavoces en la bandeja inferior, que proporcionaban un sonido de alta calidad. Allí, en esos viajes, sonaban, entre otros, los Grandes Éxitos de los Bee Gees, la Gran Premier y la Nueva Gran Premier, “Ansiedad” de Albert Hammond, “Chiquitita” de Abba, los “Panchos” y “Tiempo de Otoño” de José Luis Perales… Es como si fuese ayer, veo a mi hermano en el asiento izquierdo, mi hermana en la ventanilla derecha y yo como era el pequeño, en el medio. Madre mía la de protestas que tenía que llevar a cabo para que me dejasen un rato en la ventanilla.  Claro, eso cuando fui mayor, porque cuando era más pequeño, ideé una estrategia que en más de una ocasión me sirvió: y era que amenazaba en que como no me dejasen ventanilla, me “cagaba”, y así tenían que cambiarme. A veces funcionó…
  


En aquellos viajes a Almería, la preparación del viaje era ya todo un ritual. Recuerdo a mi padre haciendo el chequeo al coche, él se encargaba de todo o casi todo lo relacionado con la mecánica del Renault 12; todas las revisiones las hacia él y solo cuando la misma lo requería, llevaba el coche a la Casa Renault. Eran los tiempos donde a los coches había que hacerle el necesario kilometraje cuando eran nuevos. Y la noche anterior al viaje; mis padres no nos decían que salíamos para Almería pensando que no nos enteraríamos y así podríamos dormir plácidamente hasta el momento, en plena madrugada, en que nos sacaban literalmente de la cama para llevarnos al coche. Nosotros éramos conscientes, casi siempre, de que nos íbamos. Sólo había que observarles, mi padre, especialmente mi madre, con esa ilusión de regresar a su tierra…




Como dije antes, tardábamos en ocasiones doce horas en llegar. A medida que fueron pasando los años y la obra pública fue mejorando las carreteras, este tiempo se fue reduciendo. A mi padre le gustaba más el camino por la provincia de Toledo, Cuenca, Albacete, Murcia y Almería que el de Despeñaperros. Pasábamos por mil pueblos, el viaje era interminable. Y comíamos de bocadillos, nada de restaurantes que no estaban las cosas para esos lujos.


Albacete se hacía eterno; unas rectas llenas de semáforos que nos retenían una y otra vez. Lorca…donde durante una temporada donde vivieron allí mi tío Inocencio, mi tía y mis primos. Recuerdo cuando nos contaban como se vivía allí la Semana Santa, si eran blancos, o azules, y los vecinos que tenían, y las disputas familiares a la hora de elegir color, y moros o cristianos...




Y al llegar a Almería, ese olor tan característico del mar, y, como hoy en día la humedad que se acoplaba a los cristales al amanecer o al anochecer. Y el olor a abono cuando salíamos de Los Molinos y entrabamos en los límites de La Cañada, y, por fin, El Alquián. Muchas veces llegábamos ya avanzada la tarde, de noche, y mis padres se quedaban hablando con mi tía Lola durante algunas horas, poniéndose al día tras el largo periodo de tiempo en el que no nos habíamos visto. A la mañana siguiente, me levantaba rápido para ver a la Abuela Carmen, que me esperaba sentada en su “despensa”, me cogía la mano y me contaba, con muchísimo cariño, historias de la familia, de su matrimonio, de su vida en la Almería de comienzos del siglo XX.



Y en el fin del verano, cómo cuando nos íbamos alejando de El Alquián y a medida que el coche tomaba distancia, de mí se adueñaba una tremenda tristeza que a menudo desembocaba en lágrimas que caían sobre mi camiseta en silencio, con mi cabeza pegada a la ventanilla, añorando unos días que siempre fueron maravillosos y pensando cuántas semanas quedarían para regresar a una tierra que aunque no me vio nacer, me dio la vida…


Como nos ocurre a todos, siempre he sentido esa necesidad de haber disfrutado más tiempo de quien hoy ya no tengo. En la vida, te das cuenta del valor que tienen o han tenido las personas cuando se alejan de ti, ya sea en el espacio o en el tiempo; eso no quiere decir que no valoremos a quien hoy, o aquí, tenemos. Es la ausencia, la imposibilidad por la pérdida de esas coordenadas lo que te hace cerrar los ojos y poner la máquina del tiempo en marcha. Y aceleras. En unos segundos, tu mente te hace contactar: les tocas, les ves, puedes sentir a aquellos que te han acompañado en tantos y tantos kilómetros de este viaje. Y dejas escapar incluso una lágrima de emoción…hasta que en el silencio de la noche, cuando el alba da color a la oscuridad, suena ese bendito despertador que te recuerda que es la hora inevitable de volver….