Cuando yo era niño, y con relativa frecuencia, especialmente cuando el tiempo acompañaba que solía ser en los meses de verano, había muchos fines de semana en los que bien el sábado, o el domingo, íbamos a un sitio llamado “Las Dehesas”, en el municipio de Cercedilla. Para mis padres, era un maravilloso lugar de descanso, dónde podían disfrutar del entorno, de la familia, de la naturaleza y del aire puro.
Salíamos bastante pronto, previa parada en el Kiosco de la Plaza Ágata para comprar el “Pueblo” y el “Marca”, una revista tipo Hola o Semana para mi madre, el “SuperPop” o el “Pronto” para mi hermana y mi hermano y yo algún tebeo, como Roberto Alcázar y Pedrín, o de EL Guerrero del Antifaz, o Tintín.




E iniciábamos la marcha hasta llegar a la carretera de la Coruña. Allí, ya camino de Los Molinos, a la altura de Torrelodones, lo que nosotros llamábamos “EL Castillo de Frankenstein” que no es otra cosa que La Torre de Los Lodones, almenara de vigilancia de origen musulmán, y que da nombre al municipio donde se encuentra.
Y unos kilómetros más adelante, “El Castillo de Drácula” . Conocida mi contradictoria afición a los vampiros, fijaba mi mirada en ese punto y hacía que mi imaginación volase pensando cómo sería vivir el momento del ocaso en aquellos aposentos con el reloj dando las 12 de la noche… El Palacio del Canto del Pico, que fue construido en 1920 como casa museo para albergar una colección de arte, era para mí un emblemático lugar que siempre quise visitar, y que quizás lo haga, aunque nunca será antes de que caiga la noche…
A Las Dehesas solíamos llegar a media mañana, previa parada bien en Los Molinos para ver a “los Teresitos”, que eran Teresita, su marido, Rafa, sus dos hijos, “Rafita” e “Iván”, y la tía Teresa. Teresita era prima hermana de mi padre, hija de la tía Teresa y del Tío Cándido. Recuerdo al tío Cándido contándonos episodios de la Guerra Civil; él había caído del lado Republicano y Rafa, su yerno, se tomaba con cierta sorna aquellos relatos.
En Los Molinos igualmente viví momentos muy especiales, sobre todo en mis primeros años. Con Rafita, nos convertíamos en personajes increíbles en mundos de superhéroes; su ilimitada imaginación me arrastraba al Lejano Oeste y me convertía en El Virginiano; a la hora siguiente era El Capitán Trueno y por la tarde Spiderman; muchísimas aventuras que a veces me hacían confundir la ficción con la realidad, hasta que se lo contaba a mis hermanos y me bajaban de “la trola” en un santiamén…
Aquella “Plaza de la Pelota” donde jugábamos al fútbol, y convertíamos la pared posterior de la Iglesia en gigantesca portería.
La casa de “Los Teresitos”, que se encontraba en la misma plaza, era una casa baja, muy pequeña; recuerdo el patio en la entrada, aquellos bancos de piedra, la parra, esas habitaciones que no tenían ventana, la televisión mínima en el pequeño salón y mucho fresquito en verano.
La parada en Los Molinos camino de las Dehesas era casi obligatoria, aunque algunas veces la hacíamos por la tarde en lugar de por la mañana. Por las tardes, recogíamos a los Teresitos y nos íbamos a Las Eras, un espacio cercano a Los Molinos, muy llano, dónde podíamos jugar y correr sin límites.
Muchos días, parábamos en Guadarrama, a comprar una morcilla de cebolla con la que preparaba mi madre unos bocadillos a la altura de los del famoso bar en la calle Alberto Palacios.
Luego ya subíamos a las Dehesas, aparcaba mi padre el coche en el irregular arcén que recogía el caudal de agua proveniente del deshielo, o de la lluvia, cogíamos las bolsas, el pan, las bebidas, y subíamos andando por una leve cuesta hasta llegar al sitio al que mis padres llamaban ·”su parcela”. Contigua a ésta y consecuencia de la descongelación primaveral, había un pequeño riachuelo, que servía de eventual nevera para poner las bebidas y el melón o la sandía. El contacto de las manos con aquella agua gélida te dejaba los dedos tiritando, y necesitabas algunos minutos para recuperar el flujo sanguíneo habitual. Unos cien metros más arriba, teníamos la fuente, en la que podíamos coger agua muy fría que era la misma que corría por ese cauce donde depositábamos la bebida más abajo.
En la esplanada contigua, podíamos jugar al fútbol. Aunque tenía una leve cuesta que hacía que la pelota no pudiese permanecer parada. Y por la tarde era frecuente ver caballos en los alrededores, lo cual a veces era bastante incómodo por los restos que iban dejando… Y eso mismo ocurría con las vacas; recuerdo en alguna ocasión tener que recoger corriendo las cosas de aquella “jarapa” de color blanco y negro que extendíamos en el suelo y sobre ella poníamos la comida.
Casi siempre, tortilla de patatas, pollo con tomate, o filetes de pollo empanados con quesitos que mi madre los hacía riquísimos.
Y sobre esto, al presente otra anécdota con cariño recordada.
Mi hermana y yo nos encaprichamos un año de tener pollitos; veíamos que nuestros amigos los tenían y tras mucho rogar, conseguimos traerlos a casa. Les dimos de comer, pronto se convirtieron en inigualables compañeros de juegos, y crecieron, aunque nunca cogieron esa sabrosa figura del pollo de corral…
Un día en las Dehesas, observamos que el pollo con tomate que había preparado mi madre, a quien le salía especialmente sabroso, tenía otro sabor…
Los gritos se oyeron desde Las Dehesas a Los Molinos pasando por Cercedilla… Evidentemente, aquel día no comimos más que la tortilla de patatas y porque había sido el entrante; y mi madre se llevó una buena reprimenda nuestra... “¿Pero cómo se te ha podido ocurrir?”. repetíamos…
Después de comer, mis padres se echaban la siesta en las hamacas que teníamos, que eran solo dos. Recuerdo la mesa de hierro verde pintada por mi padre, que se plegaba, y que contenía dentro las banquetas plegables que os permitían sentarnos para comer; no tenían respaldo con lo cual no eran demasiado cómodas.
Y recuerdo también aquellas cuerdas gruesas con las que mi padre construía un columpio improvisado en el que nos balanceábamos, sin temor, felices, aprovechando aquel artilugio tan incómodo como inseguro; pero jamás nos caíamos.
Las dehesas fueron testigo de momentos inolvidables para los míos, también para mí. Lugar de encuentro también con los primos de mi madre, Manolo y Berna, y sus hijos José Manuel, Geles y Mercedes. Con ellos, con Ángel, Maribel, Angelito, Ana; con Lola, hermana de Manolo y Ángel; Tia Angelina y Manuel Tamayo, con Damianita e Ismael y sus hijos, nos juntábamos algunos domingos allí, lejos de un Madrid que comenzaba a respirar con dificultad no solo por el CO2 derivado de su propio crecimiento, sino por el florecer de la Industria que comenzaba a asentarse, y la poca preocupación en aquellos días por el medio ambiente, la capa de ozono y la contaminación atmosférica…
No solo en verano acudimos a Las Dehesas; también en invierno, a la nieve. ¡Qué divertido era! Nos deslizábamos en plásticos por aquellas pendientes; cuando eres niño eres como de goma, da igual que te des trastazos porque pareces irrompible. Y otra vez al trineo-plástico… Por más ropa que llevábamos, siempre nos calábamos.
Recuerdo aquellas botas Chirucas, con las que amenazaba, y golpeaba, a mi hermana, para marcar mi territorio…hasta que mi padre se daba cuenta y me ponía en mi sitio. Nos poníamos pequeñas bolsas de plástico cubriendo nuestros pies, pero el agua entraba igual. Y los guantes, yo tenía unos roiblancos (quien me lo iba a decir) que parecía no empaparían jamás…mentira…a los pocos minutos, notaba ese helor ya en mis manos.
Y los muñecos de nieve que cobraban vida en nuestras manos, con esas piñas que se convertían en ojos y los palitos o piedras en boca y orejas. Qué chulos quedaban cuando les poníamos la bufanda y el gorrito... Allí debió quedar una bufanda preciosa que tenía yo, verde y blanca, escocesa, que había intercambiado con un Supporter del Celtic de Glasgow tras una eliminatoria de Copa de Europa con el Real Madrid…

Y como ocurre con tantas cosas en la vida que te producen un sabor dulce y amargo a la vez, Las Dehesas me trae también, el recuerdo triste de aquel verano de 1991 donde mi padre, ya enfermo, pudo relajarse disfrutando de ese aire tan puro, rodeado de tan bonitos recuerdos allí vividos años antes… Habíamos alquilado una casa los tres meses de verano en Cercedilla para poder disfrutar, con él, de aquel mundo maravilloso…
Para salir de la tristeza inevitable de aquellos días, contaros cómo unos cuantos años antes de ese infeliz verano, pero posteriores a los que visitaba la zona con mis padres, había ido a Los Molinos, de acampada, con mis maravillosos amigos, Jesús “El Largo” (porque siempre y cariñosamente le hemos llamado así), Ricardo alias “Ricky, Jesús Álvarez, Piti, y yo. Y acampamos en una ladera, que probablemente fuese propiedad privada, a las afueras de Los Molinos.
Allí, entre arbustos, intentando que permaneciese de la vista externa lo más oculta posible, desplegamos la Tienda de Campaña, con su sobre techo, atados a los árboles y fijados con clavos al suelo y dentro de ella, nuestras mochilas, los sacos y las latas y enseres domésticos para poder hacer las comidas diarias. Y algún litro de cerveza también…
Recuerdo como nos calaba el frio, sobre todo a primeras horas de la noche, bajo las cazadoras que llevábamos porque nos sorprendieron unas muy bajas temperaturas nocturnas sin la ropa adecuada. Sin embargo, y como decía antes, los Minis servían como las mejores estufas para calentarnos...
Y en la plaza, mi primo Rafita. No sé si me molestaba o me partía de risa; yo creo que como ocurría entre nosotros, que si detectabas que algo molestaba a un amigo, hacíamos sangre hasta hacer sufrir…. Pues para evitar al enemigo, me uní a él y cuando mis compis empezaron con las bromitas, terminé sumándome a ellas. Le llamaban “Blaspi” por su parecido físico, sobre todo en cuanto a sus atuendos, con “Blas Piñar”. Cazadora de cuero negra con brillo, gafas de sol oscuras en plena noche, pelo super engominado hacia atrás…. Yo no sabía dónde meterme…
Pero es que no paraban ahí. Y la tomaron también con el acompañante de Rafita, al que jocosamente llamaban Karkoff, aludiendo al personaje de Igor de El Jovencito Frankenstein. Lo peor era que Karkoff era Pablito, persona de confianza de Don Adolfo en la Parroquia San Andrés de Villaverde Alto, quien tenía un gran concepto de mí porque yo había sido monaguillo…. Y yo temía que las burlas llegasen no solo a Don Adolfo, sino a toda la familia… Pero mis amigos (yo tampoco) tenían cero piedad e ilimitado uso del sarcasmo, la mofa, la burla y el choteo, por eso en cuanto pasaron unas horas era yo el primero al que saltaban las lágrimas recordando a Karkoff con un mini de vodka en la mano…

En Los Molinos eran fiestas; corría el calendario aproximadamente por el 10 de septiembre de 1985 y aún se notaba a mediodía los efectos del verano; bajo la lona no había quien estuviese y teníamos que buscar refugio del sol bajo la escueta sombra de aquellos arbustos. Aunque para dormir no había problema, los efectos de aquellos Minis que tomábamos en las Peñas, porque Los Molinos era y es un pueblo eminentemente muy taurino que celebra y celebraba La Fiesta Nacional con pasión y mucha afición.
Uno de los días que permanecimos allí, que coincidía con su primer día de Fiestas, decidimos participar en el Encierro. Yo había oído que a los Toros de Los Molinos había que guardarles respeto, situándolos a la altura de los de San Sebastián de los Reyes y, en tamaño, nada inferiores a los de San Fermín.
Pero cualquiera decía que no; podría protagonizar el ridículo más espantoso de la acampada, y caer en el centro de las burlas de mis amigos, así que pensé: “quién dijo miedo” y, con ellos, nos apostamos en el comienzo del encierro, valerosos y decididos. Y con esa actitud comencé a correr…nada ni nadie parecía poder detenerme hasta que, llegados al soportal de acceso a la improvisada Plaza de Toros, en ese hueco justo debajo de la grada y antes de cruzar a la arena, tropecé…y caí.
Aquello fue como un torbellino, pero no de abajo arriba, al contrario. Por más que intentaba levantarme, era imposible. La cabeza, la espalda, los hombros, el cuello, el culo...no había parte de mi cuerpo que no fuese pisoteada en el intento de incorporarme, y en el segundo que separa el último paso humano de la primera pata taurina, volví a pretender ponerme de pie...con igual suerte. Protegí mi cabeza como pude y cuando el tropel pasó, alguien se acercó para ayudarme a incorporarme…
Tenía la ropa rasgada, los codos desollados, algún rasguño en la cara y lo más preocupante, una importante brecha en la rodilla izquierda. Cariacontecido, caminé apoyado en mis amigos a la provisional Casa de Socorro que a tal evento se había preparado, y recibí 5 puntos de sutura en dicha rodilla. Lo peor no fue eso, lo peor fue que superado el susto inicial y ya con otra cara, tuve que aguantar las bromas y “coñas” de mis amigos, que duran hasta el día de hoy…
No obstante, aquello no fue un obstáculo para pasármelo pipa el resto de días que pasaban hasta volver a casa. Las primeras horas desde el incidente fueron peores, hasta que llegó la noche y volvimos a las “Peñas”…me puse un poco de alcohol…y se me quitó el dolor en un santiamén…
Y es que en Los Molinos tuve yo no solo aquel pequeño accidente; años antes, en los días que solía pasar también en verano con Teresita y Rafita, también tuve otro percance que terminó conmigo en la Casa de Socorro de Guadarrama; y es que me colé en unas obras que estaban comenzándose con tan mala fortuna que pisé, con aquellas chanclas que llevaba, un ladrillo cuyas afiladas aristas me provocaron otro importante corte esta vez entre el talón y la planta del pie.
Unos años antes, recuerdo otra excursión a la zona, esta vez en compañía de Ángel (marido de Marisa), Piti, Álvarez, Goyo, Natalio y Barroso. Salimos en un Tren regional un viernes por la tarde, un grupo de chavales del barrio de las Casitas Bajas entre los que nos integramos nosotros. Era de noche cuando bajábamos del Tren en el Apeadero de Tablada. Arreciaba la lluvia y el viento mientras comenzamos la subida. Uno detrás de otro, enfundados en chubasqueros que a los pocos minutos se calaron, seguíamos al compañero de delante sin más luz que las que nos proporcionaban aquellas linternas de desigual intensidad.
Y la pendiente de la montaña cada vez se iba haciendo más y más escarpada. Reconozco que pasé muchísimo miedo, me lamentaba y arrepentía de forma estéril porque en medio de aquella noche tan desagradable, no podía parar de andar para seguir los pasos de aquel que me predecía…
Y así, al cabo de vueltas y horas caminando por la Sierra, muy avanzada la madrugada, llegamos a un Refugio que nos protegería de aquella noche hostil. Morada que era una construcción bastante primitiva de piedras, que afortunadamente parecían cerrar algún compartimento habitable....
Al entrar con las linternas, descubrimos que la planta de abajo se encontraba completa; un grupo de montañeros con sus mochilas y utensilios copaban la habitación y no había hueco casi ni para pasar. Y al fondo del recinto, una escalera con unos peldaños en ruinas que parecían poner en peligro subir por allí. Pero no había otra; con precaución, iniciamos el ascenso y descubrimos una planta compuesta por algo que era muy similar a los nichos; pequeños huecos para situarnos y poder dormir allí protegidos del viento y de las inclemencias de la lluvia.
Si tenía miedo cuando iba caminando, cuando me vi allí, en aquella oquedad que asemejaba una sepultura, me quedé aterrorizado. Debió de ser ese estado de tensión lo que me hizo cerrar con fuerza los ojos y pensar que algo o alguien ya me levantaría…y así sucedió a las pocas horas… Qué alegría cuando crucé el umbral de la puerta y descubrí aquellos salvadores rayos de sol….

Me quedo con aquella cura de humildad, la que me situó en un escenario lejano a lo que ahora llamamos “nuestra zona de confort”, en la que tuve que superar mis miedos y lo que creía eran mis límites, y sobre todo, con esa sensación que tanto me ha enseñado de compartir, de ser uno y/o tanto como el que más, o el que menos; de valorar el calor de quien de verdad te quiere.
Y descubrí, escondido y camuflado entre mis temores y complejos, en medio de aquellas montañas, rodeado de la naturaleza y una fantástica compañía, lo que era la verdadera amistad.
Me encanta leer todo esto, sobre todo porque todo ha cambiado un montón. Eramos absolutamente felices con un día en el campo, o en la nieve, o con los amigos, haciendo cosas que nos parecían complicadas y aprendiendo a ser valientes primero en estas situaciones y luego en el resto de nuestras vidas. Superar los miedos, atravesar dificultades y superarlo todo viéndose uno mismo como triunfador y sabedor de que los problemas y las dificultades se pueden superar con valentía, echándole "huevos" al tema y sobre todo comprendiendo que siempre hay alguien al lado, cerca de uno, que te hará sentir seguro, que siempre podrás mirar al lado y ver que no caminas solo por esos mundos de Dios.
ResponderEliminarSiempre he pensado si hemos sabido inculcar este sentido de la valentía y del compartir y de ser amigo, a nuestros hijos, si hemos conseguido que haya madurado con las experiencias, porque si ha sido así ..... hemos "triunfado".
Y tanto que eramos felices, con muchísimas menos cosas de las que hoy han podido disfrutar nuestros hijos. Eran otros tiempos, en los qwe caminar con tus amigos, sentarte alrededor de una fogata o compartir un cigarro tenían otro valor y otro sabor. Yo creo que sí, que pese a la velocidad que ha tomado la vida de nuestro día a día, aún veo en nuestros hijos signos de que merece la pena contarles esas batallitas bañadas de esfuerzo, superación y amistad.
EliminarLos teresitos estamos encantados de haber podido disfrutar todos los veranos de Albertito.
ResponderEliminarEra un autentico placer
Albertito nos regalaba su bondad cada verano.
ResponderEliminarMuchas gracias.
No sabemos si leeras este comentario. En cualquier caso nos gustaria contactar contigo.
Albertito es una parte muy bonita de nuestras vidas