domingo, 27 de enero de 2019

Aquellos maravillosos años. 1983.


1983

Había acabado ya mi etapa del Colegio y era emocionante ese paso, el cambio al Instituto. Aunque como siempre ocurre, la rumorología anunciaba un futuro nada halagüeño: “Ya verás, allí no vayas a pensarte que vas a sacar esas notas…” “A ver si te crees tú que va a ser como en el Colegio, que allí no están pendientes de vosotros…” y así, un mensaje tras otro. Algo habitual, y sucesivo generación tras generación. 

A la vuelta de aquel verano del 82, que como cada año disfrutaba de unos merecidos días de descanso en el Cortijo de mis tíos Inocencio y Rosalía, llegó el mes de septiembre y a finales, o primeros de octubre, me incorporé ya al Instituto Villaverde. 



Este no gozaba de sede propia, compartía instalaciones con el antiguo Colegio San Roque, muy cerquita de lo que hoy en día es la Estación de Cercanías de Puente Alcocer. Unos años más tarde, y después de mi paso por allí (solo estuve 1º de B.U.P), el Instituto afianzó instalaciones propias próximo al Parque del Obispo y cambió su nombre por el de Instituto Celestino Mutis.

Cuando llegué al Instituto, los avisos recibidos confirmaban la realidad. Yo, que nunca había suspendido una asignatura, me encontré con el primer varapalo. 1ª evaluación de Ciencias Naturales, Insuficiente. No daba crédito; yo, que había aprobado siempre, recibiendo las notas que incluían ese "cate". Y, como es lógico y normal, la noticia de mi suspenso no fue demasiado bien recibida por mis padres, acostumbrados a otro tipo de notas.  Al finalizar el curso pude remontarla, no sin gran esfuerzo porque la forma de dar las clases me sorprendió. Teníamos un profesor de Lengua Española, que se llamaba Don Luis Rejas, que había tenido el orgullo de dar clases al Rey hoy emérito, Juan Carlos I. Era la viva imagen del antiguo régimen, dirigía las clases con una autoridad paralela a su avanzada edad, y sólo si eras capaz de replicar con literalidad exacta los apuntes que nos daba al dictado, conseguías aprobar. No perdonaba una coma, y, muchísimo menos, una tilde.

Las clases comenzaban a las 17,15, una vez que el horario escolar de la E.G.B había finalizado. Aquellos mini pupitres donde nos sentábamos eran de Liliput; los más grandes, como Juan Miguel Gómez Calle (Juanmi) no sabían qué hacer con sus piernas. Allí conocí también a Pedro Arcos, y compartía clase también con Maximino Mena, que también se había incorporado al Instituto. Menos mal, así no estaba solo.  Y también conocí al “Piojo”, de quien no conocía el nombre ni reconocí hasta años después que mi amigo Juan Luis me dijo: “tío, si yo era el piojo”. . Al Instituto también habían llegado Álvarez y Piti, pero estaban en otras clases.

Menudos partidos nos echábamos en aquel patio con un terreno completamente exabrupto e irregular, que tenía unas grietas considerables. Las clases eran muy cortas, 45 minutos, y salíamos a las 9,15. Al llegar tan tarde a casa, mi madre ya siempre me tenía preparada la cena porque ellos ya habían cenado. Recuerdo aquellas mini bandejitas metálicas que introducía en el horno (no había microondas) con un huevo, chorizo, jamón, espárrago…todo aquello que sirviera. Y también los bocadillos gigantes de salchichas; qué le voy a hacer, he sido siempre de comer mas por la boca que por los ojos...

Pero el horario no tenía nada convencido a mis padres, y a lo largo del curso, decidimos el cambio al Instituto de Orcasitas, dónde había estudiado mi hermano. Sobre todo por esa jornada nocturna, que en invierno ciertamente se hacía dura, y desconociendo que al cabo de los pocos años, se haría diurna con el paso al nuevo recinto. Y al acabar el año escolar, solicité el trasvase de expediente de un Instituto a otro, para comenzar 2º de B.U.P en Orcasitas ya en septiembre de 1983. 

Aquel año, 1983, ya con 15 años cumplidos, había vuelto a jugar con mis amigos al fútbol. Qué frío pasábamos aquellos sábados por la mañana, a las 08,00 h, camino del Polideportivo de Orcasitas a jugar en los campos 1, 2 y 3. El campo 3 era el que estaba en la parte de arriba; un poquito más pequeño, pero los otros dos eran olímpicos. En caso de lluvia, el campo 1 se convertía en un barrizal. Los tres eran de tierra, que cuando tomaba contacto con tus rodillas, manos o piernas, te dejaba bonitas quemaduras.  Otras veces jugábamos en Pradolongo, donde había dos campos, uno de ellos entre escombros, el otro al menos tenía un recinto aunque cara a las encerronas que nos hacían, no sé yo qué era mejor y qué peor. También jugamos en el campo del Zofio, en la Plaza Elíptica, o en aquel campo que se situaba próximo a las Torres de la Ciudad de los Ángeles, y que hoy se asienta la M40 sobre lo que fuera ese terreno de juego. Entrenábamos en Ibercoal los sábados si jugábamos los domingos, y algún viernes cuando llegaba el buen tiempo. 









Había conseguido finalmente volver a jugar al fútbol con mis amigos; había terminado aquella pesadilla que me producía tanto dolor. Volvía a sonreír, era uno más.

Mes de octubre, tarde de domingo, invierno, volvíamos de la Casa de Campo donde habíamos ido a tomar café a aquel Kiosco próximo al teleférico. Al regreso a casa, ya comenzando la noche, quedé con Maxi para darnos una vuelta por los billares, por Villaverde. Muy cerca de lo que era el Banco de Vizcaya, me rodean dos chicos más mayores que yo. Uno de ellos se dirige a mí y me dice que me quite el abrigo. Y yo, que apreciaba aquel Mc Cloud que había heredado de mi hermano (aunque no era el original, yo heredé uno que pudo recuperar mi hermano porque a él le habían dado el cambiazo en una fiesta de Nochevieja), me negué.

Volvió a repetírmelo agarrándome de la solapa, yo intenté separármelo de encima y en ese momento, el otro que estaba al lado…me soltó un puñetazo en el rostro. Al intentar levantarme, otro en la mandíbula que me tiró al solo. Comenzaron a decirme de todo, y al intentar incorporarme…un reguero de sangre que me brotaba de la nariz había llenado el McCloud y grité “hijos de puta”; ante los gritos, un hombre mayor se acercó y los dos desalmados salieron corriendo. Con el rostro ensangrentado, llegué a casa y…. Me quedé una nariz rota, una muela desplazada de su sitio…pero también el McCloud. Mi tio Inocencio, que entonces pasaba algunos fines de semana en casa porque estaba estudiando en Madrid, salió pitando junto a mi padre en búsqueda de aquellos dos matones…sin éxito. Hoy, a veces, pienso que debí darselo a la primera…pero más que valiente, soy Aries…




Pero aquel incidente no condicionó los bonitos recuerdos que tengo de aquella época. Por ejemplo, aquel viaje a Almeria con mis padres y hermanos, con parada previa en la Alhambra de Granada. Ni tampoco aquellas tardes en los billares, aprendiendo a jugar al Ping Pong al sonido de aquel reloj de pared en el que media hora parecían no ser 30 minutos. Y la tarde en Getafe, con mis amigos, aquel Bar Gallego donde me cogí una buena con el Ribeiro. Y los días inolvidables en el Cerro Alarcón, ya mencionados en otras entradas…

Boda de Amalia 
Las bodas de mis primas Mari Pili y Amalia. En esta última fui testigo.

Recuerdo con cierta nostalgia cuando, en aquel Mesón próximo a las Vistillas al que fuimos a tomar algo, con mis hermanos y primos, todos mayores que yo, en la boda de Paco y Mari Pili, mi prima Amalia se quedó boquiabierta cuando al preguntarme qué refresco quería, le contesté…”un wiski con coca cola mejor”… Las carcajadas se cayeron cerca del Viaducto.. Y luego la Discoteca, Bocaccio, con aquellas moquetas rojas en los aledaños del Museo de Cera de Colón..


Y el verano, el último en el Cortijo porque al año siguiente pasaría el estío con “los Vicentes” en el Quinto Pino, pero esa es otra historia que contaré más adelante. Aquel verano, yo con 15 años y mi primo Jose Manuel con 16 que parecían 25, incluyó momentos que nunca podré olvidar. Y menos por el futuro que con las garras afiladas esperaba sin saberlo tres años después. Qué bien lo pasamos, yendo de fiestas en fiestas con la moto. Aquél concierto de Olé Olé en Campohermoso...


Y cuántas veces tenía que quedarme solo; mi primo Jose Manuel guardaba cierto parecido con David Hasselhoff, con ese pelo negro rizado, y, evidentemente, tenía un tremendo éxito con las mujeres. Yo, con mi cara de niño, me daba una vuelta por las fiestas; me compraba aquellos cigarros More que me encantaban y al cabo de las horas, volvíamos a vernos. Pero yo era feliz, bebía, fumaba, tonteaba con las niñas cuando tenía oportunidad, compartía risas, música, todo, con mi primo y sus amigos . Francisco José (el ronquillo), Erick el belga que tenía un descapotable blanco, con el que nos paseábamos por el Paseo de Almería y yo me creía el propio compañero de Starsky…


Inolvidable el Concierto en el antiguo Estadio Franco Navarro, de Miguel Ríos, en su gira “El Rock de una noche de verano”, con Luz Casal y Leño de teloneros… Jajajaja…aun me rio cuando me veo, allí, en mitad del campo (José Manuel había ido a saludar a sus compañeros del Instituto de Los Molinos), rodeado de heavys que parecían pequeños hornos andantes  y lo que salía de sus bocas no era precisamente humo de tabaco. Y en un momento, allí me vi abrazado a ellos, compartiendo litrona, cigarritos de la risa,  y Maneras de Vivir… Al finalizar el concierto, regreso al cortijo en aquella “Lechera”, con mi primo pisándome por lo bajini porque curiosamente, yo no paraba de reír…


Y para contar, otra anécdota en Almería: Apartamento de mis tíos Inocencio y Rosalía en Retamar. Unos de los amigos que allí hicimos, Víctor y Silvia, familia alavesa que había alquilado allí un apartamento, también en las Burbujas. Y Roca, ese chico de nuestra edad, espabilado no, lo siguiente. Y no se nos ocurrió otra cosa que hacer una fiesta en su casa de Almería, en la calle Artés de Arcos. Madre mía. Tanto, que algún vecino llamó a la Policía. Yo no sabía donde meterme cuando se presentó en el piso una pareja de Policías Nacionales y nos pidió la documentación. Yo pensaba (mi tío me mata, mi tío me mata) mientras intentaba reanimar a Roca, en estado de coma etílico, y a Silvia, también inconsciente, en el dormitorio de los padres de Roca. “Si se enteran mis padres, no me dejan volver a Almería”. No sé ni como regresé a Retamar, creo recordar que cogí el ultimo autobús nocturno porque aquella fiesta había sido por la tarde…

Al día siguiente, en la piscina, empiezo a oir a la familia que estaba al lado… ¿Sabes lo que pasó ayer? Pues se juntaron varios chicos de aquí en casa de Jorge Roca y tuvo que ir hasta la policía del escándalo que tenían, tomaron drogas, y se encontraron al chico medio muerto y a la vasca…Yo miraba de reojo por si aparecían mis tíos…que se enterarían seguro de que yo estuve metido en aquella historia, pero nunca me dijeron nada…

Un año aquel de 1983 donde mi amor por el Real Madrid me dio unos cuantos disgustos, en concreto cinco. Subcampeones de Liga empatados a puntos con el Athletic, viajé a Zaragoza a asistir a la Final de Copa frente al F.C. Barcelona de Maradona. Recuerdo aquel viaje, con mi hermano, mi padre y mi tio Luis. El paseo por Zaragoza, las cervezas en el barrio de El Tubo, los prolegómenos del partido y la tremenda decepción cuando Maradona envía el balón para que en el último minuto lo rematase Marcos. Y al regreso, pedrada en el autobús y vuelta para Madrid con un cartón en el hueco del incidente.

Terminaba aquel año con un partido épico, el 12-1 de la Selección a Malta del que no solo guardo un bonito recuerdo y el video del partido, sino también el original del periódico. Fue una noche mágica, viendo el partido con mi padre en el salón de casa…

Y mientras tanto, en España se producía la expropiación de RUMASA, nuestra jornada laboral pasaba a ser de 40 horas semanales y se producía en Madrid el incendio de la discoteca Alcalá 20. Se despenalizaba el aborto, y en el mundo Ronald Reagan iniciaba la llamada Guerra de las Galaxias. 

El año se íba, yo desde septiembre había empezado mi andadura escolar en el Instituto de Orcasitas y se presentaba un nuevo año que para mí, por muy diferentes razones, fue de los más recordados de mi vida. El Instituto Orcasitas, AJUVA, aquel verano de 1984...forjaron recuerdos que no olvidé y que próximamente os contaré...




domingo, 20 de enero de 2019

Aquellos maravillosos años (XIII)


Mi Primera Comunión







Después de recibir la correspondiente Catequesis, recibí mi primera Comunión de manos de Don Adolfo. Mis amigos reirán cuando comprueben que una vez más, Don Adolfo aparece en mis relatos, pero es que desde niño, y casi casi hasta que me fui al Servicio Militar, estuvo presente en varias épocas, y por muy diferentes circunstancias, en mi vida.









Tras la Comunión, y para continuar con el grupo que ya teníamos formado y que en realidad se quedaba ya fuera del entorno de la Iglesia porque ya por detrás venían otros chicos que nos hacían el relevo, se creó un grupo, AMICON (Amistad y Convivencia), en el que nos integramos junto con otros chavales del barrio de la U.V.A. Y así conocimos a Marisa y a Ángel, nuestros primeros monitores, junto con su hermano, y realizábamos diversas actividades como aprender a tocar la guitarra, también clases de kárate; un poco todo aquello que servía como camino en un terreno muy peligroso, un barrio, Villaverde Alto, muy castigado en aquellos momentos por el paro, y peligrosamente para nosotros, por la droga. 


Yo intenté aprender a tocar la Guitarra, quizás también por la influencia que recibía en aquellas tardes mi oído al escuchar a nuestros vecinos de arriba, los Landaberea, en el uso de dicho instrumento. Pero ese oído mío no era lo suficientemente bueno, al igual que mi voz, como para darle continuidad a algo que ya veía no estaba hecho para mí… Así que, tras intentarlo con ciertos acordes, y por las críticas familiares recibidas, decidí que la música que no fuera de ducha no era lo mío.



Al fin y al cabo, siempre me quedaba el fútbol, la calle, mis chapas, mis amigos. Amigos con los que, por ejemplo, y a la temprana edad creo recordar de 13 años, pretendía beberme, y en ese caso, fumarme, la vida antes de tiempo…
Recuerdo aquella tarde de incipiente verano, yendo a jugar a Ibercoal, cuando nos encontramos aquella cajetilla de Kayser, aplastada, con varios cigarros en su interior. Antonio Barroso, Julio Lacasta y yo. Nos miramos, y con la mirada del chiquillo que quiere ir a una aventura, nos dirigimos al puesto de Santamaría para comprar cerillas, y nos volvimos al Ibercoal. Allí, en aquellos campos de fútbol que nos daban la vida, probé el sabor del tabaco rubio por vez primera. Menuda tos me arreó… Lo peor no fue eso, lo peor era la sensación que tenía, estaba seguro, de que me iban a pillar al volver a casa. Y, ya con la faena hecha, le dimos al grifo de la fuente de la Plaza Parvillas para intentar quitarnos el olor con el agua corriente. Ufff….”me pillan, me pillan, de esta no me escapo”…pensaba yo al regresar a casa…..

No muy lejos de aquellas fechas se situaría el episodio “Chaqueta irrompible”, también en los campos de Ibercoal. Resultó que mi tío Luis me había regalado, del material publicitario que recibía en su Tienda de Repuestos, una Chaqueta tipo Chándal de color blanco radiante, preciosa. Confeccionada con un brillo especial, a la luz del sol se dotaba de una gran luminosidad. Y yo, blanco y radiante como las novias, les decía a mis amigos: “Esta chaqueta es total. Es eterna, inmortal, irrompible”. Dicho y hecho. Al minuto tenía a Jesús Álvarez diciéndome: “Trae, déjame tu chaqueta irrompible”. Madre mía. Fueron dos segundos los que tardó en hacer jirones de mi radiante chaqueta. Mi cara era un poema, y el verso lo ponían las carcajadas de mis amigos que se revolcaban por el suelo…. Cogí la chaqueta y, casi entre lágrimas, la tiré a la basura….


Es que en aquellos tiempos no teníamos Play Station, ni tablets, ni móviles. Nos entreteníamos, por ejemplo, criando gusanos de seda. Comprábamos en el Rastro, o nos regalaban, aquellos gusanos a los que había que dar de comer. Y pasábamos las tardes buscando hojas de morera; mi padre nos traía bolsas enteras; y cuando no, íbamos a la estación que allí había, aunque cada vez había que subir más alto para cogerlas porque todos teníamos gusanos en la misma época del año. Igualmente, no había tiendas para comprar accesorios para tenerlos en condiciones de ambiente, luz y humedad, necesarias. ¿Qué mejor que nuestras cajas de zapatos agujereadas? Y allí, los gusanos seguían su ciclo natural, se convertían en bellas polillas que ponían sus huevos y de éstos volvían a nacer más gusanos.



Y en esas calles donde íbamos a buscar moreras, pasábamos el comienzo de nuestra adolescencia. Unas calles, como decía antes, peligrosas, en las que los consejos de nuestros padres empezaban a caer en saco roto ante la pubertad, la curiosidad, el arrojo y la convicción de que ya sobraban el rescate, las chapas y los gusanos de seda. Y ahí, en ese caldo de cultivo, nacían héroes en la gran pantalla que marcaban nuestros biorritmos, nuestra razón de ser. Corríamos el peligro de admirar al Jaro, al Vaquilla y de querer crecer Deprisa deprisa. 

Nuestro barrio se había convertido en un peligroso avispero; recuerdo cómo con frecuencia e inusitada improvisación, se presentaban las “lecheras” en la Plaza Parvillas, en el Paseo Alberto Palacios o en cualquier rincón de Villaverde.  Los “muertos vivientes” se apilaban en la Plaza Agata. 



Y como ocurre en las pelis de Zombis, un nuevo virus se había propagado como una epidemia. Aunque por contacto físico, o por la poca higiene en el consumo, o en las relaciones sexuales sin protección, empezábamos a tener conciencia de que había una nueva enfermedad, el SIDA, que también se transmitía por el uso de aquellas devastadoras jeringuillas.

A comienzos de aquellos años 80 éramos demasiado jóvenes para participar como primeros artistas de aquel cambio tan brutal que se comenzaba a vivir en la sociedad. Sin embargo, nuestra preadolescencia nos situaba en el epicentro de aquel terremoto: éramos el futuro y formábamos la generación sobre la que se asentaría el nuevo país. Pero todo ocurría a una velocidad de vértigo y el torrente de nuevos movimientos culturales y sociales nos llevaba por delante. La ropa, la música, el pensamiento; España se despojaba de sus ropas y desnuda abrazaba una nueva época.


Y empezábamos a salir. Paseo arriba, paseo abajo. Mi padre pronto nos calificó con el nombre de una banda. Y le decía a mi madre, cuando nos observaba subir o bajar por Alberto Palacios. “Mira, ahí van los perros callejeros”. Y lo de perros, con todo el cariño, porque mi padre, pese a que era de otra época en la que el cariño no se exteriorizaba, nos quería, muchísimo, a mis amigos y a mí. Goyito, lideraba, con Natalio, con Julio, aquellos aires de cambio. Quizás por su forma de vestir, por su humildad, por esa capacidad para liderar en silencio, el resto de nosotros casi que los seguíamos a pies juntillas. Y a mí me costaba; mis padres no me dejaban llevar el pelo largo, ni tampoco vestir como ellos. Quizás por eso me sentía, en algunas ocasiones, acomplejado. Hasta Piti, que acababa de llegar al grupo, con su reloj digital con aquella luz roja que parecían los ojos del Diablo, y sus gafas de espejo totalmente galácticas, parecía a mis ojos gozaba de más simpatía y aprecio que yo. Hoy, 35 años después, puedo darme cuenta de la suerte que tuve por tener los amigos que tenía, y tengo.


Aquellos momentos quedaron grabados para mí como la Montaña Rusa del Parque de Atracciones que tanto me gustaba. Tan pronto estaba acompañando a mis padres a tomar café a la Casa de Campo aquellos domingos de invierno, como volaba al regreso desesperadamente a buscar a mis amigos al Paseo para hacernos un calimocho o tomarnos una litrona.   

Tan pronto estaba persiguiendo a mis vecinas Ana y Begoña en la Plaza de los Cubos de Madrid para ver si podía mendigarles una mirada que me hiciese soñar con un posible noviazgo, como subía en aquel patinete de madera que con tanto cariño los Reyes Magos me habían echado.


Eran los años donde nos emocionábamos al ponernos sobre la solapa aquellas Chapitas de La Paz; donde devorábamos los boletines de Discoplay y donde comenzaba a estallar el Obús. Barón Rojo, la influencia heavy, pero también la irrupción en escena de Michael Jackson. Aquellos radiocasetes que al hombro lucían personajes ilustres de Villaverde como “El Leroy”, increíble break dance en aquella zapatería del Paseo. 

Y domingos por la tarde, a la discoteca Trotter de Getafe a alucinar viendo el video del Thriller, volviendo a casa corriendo a partir de las 22,00 h, unas veces colándonos en el Tren Regional (entonces no existía Cercanías) o simplemente corriendo a través de Los Olivos para no llegar demasiado tarde… 

Y así, un millar de historias, de anécdotas, que hoy recuerdo como si fuesen ayer. Con “cálida” frecuencia leo comentarios en Facebook, o incluso aquí, en este propio blog, que me aluden una supuesta gran memoria para recordar todo aquello. Pero no, insisto, no es memoria, es cariño; es la maravillosa posibilidad de trabajar con los recuerdos, removerlos, mantener dónde deben estar aquellos que hacen daño y revivir todo lo bonito. Porque esa ha sido mi elección al comenzar a escribir. También escucho, con el mismo aprecio con el que los recibo, las opiniones sobre mi personal forma de relatar. “Hablas de una etapa donde todo parecía maravilloso, Míchel”. Y yo, durante segundos, guardo silencio…porque lo que no saben es que, con total rotundidad, afirmo que fue una época en la que para mí…todo era maravilloso.


sábado, 12 de enero de 2019

Aquellos maravillosos años (XII).

La calle

La mayor parte de nuestro tiempo lo pasábamos en la calle. En aquella epoca, casi no pasaban coches e incluso podíamos hacer porterías que iban de la alcantarilla, al bordillo, y ese era nuestro terreno de juego. O poníamos una piedra, o un bote, lo que tuviéramos a mano, para delimitar las medidas de la meta.  Y pasábamos los días jugando al fútbol en medio de la calle.

Incluso a veces convertíamos nuestro particular Estadio en Polideportivo, y comenzaba el Multitorneo. Tan pronto estábamos jugando al tenis, con aquellas raquetas de madera pintadas, como al béisbol, aunque para éste preferíamos el Ibercoal, como subíamos al aparcamiento de la estación de Renfe, entonces de libre acceso, y allí improvisábamos un Roland Garros cambiando la tierra batida por cemento; lo cierto es que allí no pasaba nunca ningún coche y no nos interrumpía nadie al cruzar la calle.

En la Estación jugábamos mucho a la pelota. Recuerdo unas pelotas de plástico, de color rojo, que tenían Carlos Nieto y Julio Lacasta, y con ellas jugamos infinitas ligas. Para hacer los equipos, jugábamos a monta y no cabe, o pares e impares, para decidir a quien tenías en tu equipo. En aquellos partidos no faltaba Julito, Maxi, Carlos Nieto, Alvarez, Goyito, Piti, Natalio, Jesús el largo, Barroso, Molina, Susi el rubio, Pedraza, y algunos más. Yo, como no era de los mejores, siempre era tercera o cuarta opción, pero no importaba, lo importante era jugar. De aquellos partidos salió la base del que sería posteriormente el equipo de Ajuva. Aunque para llegar a eso, años antes habíamos creado varios equipos.

El primero de ellos, con vestimenta blanca con una V azul en el frontal y pantalón azul; en ese equipo el capitán hacía las veces de entrenador y diseñaba alineación y estrategia; era la máxima autoridad y el cargo era de rotación semanal. 

Los partidos oficiales los jugábamos en Ibercoal. Eso sí que era un auténtico Polideportivo. Estaba más allá del Cuartelillo de la Guardia Civil, había que cruzar las vías del tren que entonces pasaba con cierta frecuencia. Pero teníamos cuidado, por la cuenta que nos traía...No era Paso a Nivel, ni nada, simplemente, pasábamos por encima de las vías. Cómo molaba dejar allí una peseta, o un duro, y ver como el tren lo dejaba a 1 mm de grosor. Luego había quien lo agujereaba, y se lo colgaba como la mejor medalla. Eran nuestras cosas, las de un grupo de amigos de Villaverde...

En Ibercoal teníamos cuatro campos bien definidos: el de arriba, que estaba al lado de una Fábrica y paralelo a las vías ferroviarias con cierta pendiente; otro en la parte superior, más pequeño pero más plano, otro también muy cercano a otra fábrica a la que entrábamos a pedir agua con las garrafas o cantimploras que llevábamos. Agotábamos la paciencia infinita de sus operarios, quienes sufrían continuas interrupciones por nuestra sed, así como el ruido generado en aquellas mil batallas deportivas que sucedían especialmente los sábados por la mañana.

Había un cuarto campo, que era de hierba (los anteriores de tierra) y este era muy pequeño, como de fútbol sala. En todos ellos, las porterías se marcaban con piedras. Contábamos los pasos y esa era la distancia. Y venían los problemas, riñas, peleas; cuando un balón se acercaba a postes o largueros imaginarios....era gol, poste, fuera, lo que fuese...pero siempre terminaba en discusión... o en pelea. 



Y aquellos balones de reglamento. Ya no tenían correa, yo no los he conocido, pero se despellejaban al poco tiempo y se convertían en una crema correctora para tu piel cuando te alcanzaban. Luego llegó el Tango con el Mundial de Argentina, y posteriormente los Mikasa que dolían a rabiar. Y lo que pesaban, especialmente cuando se mojaban, parecían balones medicinales.




Otra liga que jugábamos los viernes por la tarde noche era, en el barrio de Julio, contra los chicos de allí. ¡Madre mía que piques! En el equipo rival se alineaba Susi el Moreno, que al paso de los años se integró con nosotros. Y también el desaparecido Cristian, un año menor que nosotros y que vivía allí; también era compañero del Colegio Villaverde. El campo era el barrio de Julio, la arena de una Colonia Experimental que a día de hoy conserva su suelo de tierra. Los días de lluvia, barrizal y regañina al volver a casa con aquellas botas o playeras llenas de barro, dejando rastro y huellas, pero, sobre todo, más trabajo a nuestras madres. Porque en aquellos días, eran las madres quienes asumían absolutamente todos los trabajos de la casa. Entonces Igualdad no significaba lo mismo que hoy. 

Otros sábados subíamos a jugar al Arenal, que estaban donde hoy se sitúa la parte occidental del Parque Plata y Castañar. Y como su propio nombre indica, la arena era abundante y retenía en ocasiones el juego. Allí ya formábamos con la equipación naranja que nos habíamos comprado en Deportes Barahona. A ese equipo ya se había incorporado un entrenador, Lendrino, y sus dos hermanos pequeños que eran de nuestra edad, así como Román, y su primo Manolo, que reforzaron el equipo.

Y a menudo jugábamos contra los mayores, que eran algunos hermanos o vecinos de algunos de nosotros. En el equipo de los mayores, compuesto por verdaderas Leyendas del barrio , se alineaban Miguel Angel alias Billy el Niño, Johny, Vangel, Jose Espejel, y también su hermano Fernando que aunque era de nuestra generación, su estilo de vida le situaba más en ese equipo que en el nuestro.  Recuerdo un día , en Ibercoal, que le di una patada a Johny sin querer...madre mía...me corrió a tortas hasta mi casa... También jugaba con ellos Diego, un chaval argentino, fisicamente muy parecido a Maradona, que desayunaba coca cola en vez de cola cao, y que paraba y jugaba al fútbol de forma tan extraordinaria como Diego Armando. 
Otro lugar para jugar era La Finca, que era la esplanada al final de Parvillas Bajas. Menudos partidos allí, en aquel espacio donde no llegaba ni la luz de las farolas..

También gran rivalidad con el equipo de Kete, Pedro el Abogado, Chito, Chus, Chuchi, Juanmi...nos dábamos hasta en el carnet de identidad..




Y Marconi, donde para llegar había que salir con mas de media hora de adelanto.  El campo se situaba entre montículos de escombros. Y solo si sabias donde estaba llegabas a el. Para mi, era el mejor, de hierba, casi sin piedras, y con unas medidas mas que aceptables y ya mas parecidas a lo que era un terreno de juego.




El campo de El Cerro de los Angeles, aunque  ya nos pillaba demasiado lejos. Hubo un año que yo dejé de jugar con mis amigos, justo cuando se montó el primer equipo de Ajuva. Ocurrio que un día de entrenamiento, un sabado, y ya cuando Jose Luis Pascual nos habia cogido para entrenarnos, salimos a un entrenamiento y la ruta era ir corriendo al Cerro de Los Angeles para entrenar allí. Pero, como siempre me ha ocurrido, la preparación física no era lo mío y a mitad de camino, abandoné. 

En aquel momento, no sabía la decisión que tomaba, y las consecuencias que habría de asumir. Muerto de vergüenza, para evitar convertirme en el blanco de las bromas de mis amigos, decidí que no volvería a entrenar, y que abandonaba el equipo. 

Hoy, con la lejanía en el tiempo, y ya con la sonrisa que te da la madurez incluso cuando te atreves a ahondar en tus propios complejos, recuerdo aun con cierta tristeza cómo se marchaban mis amigos a entrenar, y a jugar, por primera vez, federados en la Liga del Ayuntamiento y cómo yo, que me había auto impuesto las consecuencias de mi decisión, me quedaba sin poder participar. Cuánto me perdí, pero como ocurre en la vida, los errores se pagan. Y el error no fue abandonar aquella lluviosa mañana camino del Cerro de Los Angeles, el error fue no dar la cara y esforzarme para superarme; hubiera conseguido mi objetivo a base de entrenar y de esfuerzo, pero actué de forma cobarde conmigo mismo y aquello me pasó factura. 

Pasé a jugar a través de Blas, que había sido mi Monaguillo instructor años antes, en el Betis San Isidro. Era el equipo de la Iglesia que entrenaba el vecino Fernando; por él pasé con más pena que gloria y jugando mucho menos de lo que hubiese jugado con mis amigos. 

Pero aquello me enseñó. Descubrí, a mi aun corta edad, esa parte oscura que todos tenemos y que representa todo lo que escondemos. El miedo a afrontar las cosas, la frustración, el terror al ridículo, la soledad, etc.

 Afortunadamente, al año siguiente volví a jugar con los que eran y son mis amigos, y aquel episodio tan triste para mí quedó solo como un recuerdo que cada vez que oigo remueve mi propia verguenza.  Porque me moría por volver con ellos...por disfrutar de ese deporte que tanto me ha apasionado durante toda mi vida y por hacerlo con los míos, con mis amigos de ésta y de otras vidas...