Mi Primera Comunión
Después de recibir la
correspondiente Catequesis, recibí mi primera Comunión de manos de Don Adolfo.
Mis amigos reirán cuando comprueben que una vez más, Don Adolfo aparece en mis
relatos, pero es que desde niño, y casi casi hasta que me fui al Servicio
Militar, estuvo presente en varias épocas, y por muy diferentes circunstancias,
en mi vida.
Tras la Comunión, y para
continuar con el grupo que ya teníamos formado y que en realidad se quedaba ya
fuera del entorno de la Iglesia porque ya por detrás venían otros chicos que
nos hacían el relevo, se creó un grupo, AMICON (Amistad y Convivencia), en el
que nos integramos junto con otros chavales del barrio de la U.V.A. Y así
conocimos a Marisa y a Ángel, nuestros primeros monitores, junto con su
hermano, y realizábamos diversas actividades como aprender a tocar la guitarra,
también clases de kárate; un poco todo aquello que servía como camino en un
terreno muy peligroso, un barrio, Villaverde Alto, muy castigado en aquellos
momentos por el paro, y peligrosamente para nosotros, por la droga.
Yo intenté aprender a tocar la Guitarra,
quizás también por la influencia que recibía en aquellas tardes mi oído al
escuchar a nuestros vecinos de arriba, los Landaberea, en el uso de dicho
instrumento. Pero ese oído mío no era lo suficientemente bueno, al igual que mi
voz, como para darle continuidad a algo que ya veía no estaba hecho para mí…
Así que, tras intentarlo con ciertos acordes, y por las críticas familiares
recibidas, decidí que la música que no fuera de ducha no era lo mío.
Al fin y al cabo, siempre me
quedaba el fútbol, la calle, mis chapas, mis amigos. Amigos con los que, por
ejemplo, y a la temprana edad creo recordar de 13 años, pretendía beberme, y en
ese caso, fumarme, la vida antes de tiempo…
Recuerdo aquella tarde de incipiente
verano, yendo a jugar a Ibercoal, cuando nos encontramos aquella cajetilla de
Kayser, aplastada, con varios cigarros en su interior. Antonio Barroso, Julio
Lacasta y yo. Nos miramos, y con la mirada del chiquillo que quiere ir a una
aventura, nos dirigimos al puesto de Santamaría para comprar cerillas, y nos
volvimos al Ibercoal. Allí, en aquellos campos de fútbol que nos daban la vida,
probé el sabor del tabaco rubio por vez primera. Menuda tos me arreó… Lo peor
no fue eso, lo peor era la sensación que tenía, estaba seguro, de que me iban a
pillar al volver a casa. Y, ya con la faena hecha, le dimos al grifo de la
fuente de la Plaza Parvillas para intentar quitarnos el olor con el agua
corriente. Ufff….”me pillan, me pillan, de esta no me escapo”…pensaba yo al
regresar a casa…..
No muy lejos de aquellas fechas
se situaría el episodio “Chaqueta irrompible”, también en los campos de
Ibercoal. Resultó que mi tío Luis me había regalado, del material publicitario
que recibía en su Tienda de Repuestos, una Chaqueta tipo Chándal de color
blanco radiante, preciosa. Confeccionada con un brillo especial, a la luz del
sol se dotaba de una gran luminosidad. Y yo, blanco y radiante como las novias,
les decía a mis amigos: “Esta chaqueta es total. Es eterna, inmortal,
irrompible”. Dicho y hecho. Al minuto tenía a Jesús Álvarez diciéndome: “Trae,
déjame tu chaqueta irrompible”. Madre mía. Fueron dos segundos los que tardó en
hacer jirones de mi radiante chaqueta. Mi cara era un poema, y el verso lo
ponían las carcajadas de mis amigos que se revolcaban por el suelo…. Cogí la
chaqueta y, casi entre lágrimas, la tiré a la basura….
Es que en aquellos tiempos no
teníamos Play Station, ni tablets, ni móviles. Nos entreteníamos, por ejemplo,
criando gusanos de seda. Comprábamos en el Rastro, o nos regalaban, aquellos
gusanos a los que había que dar de comer. Y pasábamos las tardes buscando hojas
de morera; mi padre nos traía bolsas enteras; y cuando no, íbamos a la estación
que allí había, aunque cada vez había que subir más alto para cogerlas porque
todos teníamos gusanos en la misma época del año. Igualmente, no había tiendas
para comprar accesorios para tenerlos en condiciones de ambiente, luz y
humedad, necesarias. ¿Qué mejor que nuestras cajas de zapatos agujereadas? Y
allí, los gusanos seguían su ciclo natural, se convertían en bellas polillas que
ponían sus huevos y de éstos volvían a nacer más gusanos.
Y en esas calles donde íbamos a
buscar moreras, pasábamos el comienzo de nuestra adolescencia. Unas calles,
como decía antes, peligrosas, en las que los consejos de nuestros padres
empezaban a caer en saco roto ante la pubertad, la curiosidad, el arrojo y la convicción de que ya sobraban el rescate, las chapas y los
gusanos de seda. Y ahí, en ese caldo de cultivo, nacían héroes en la gran
pantalla que marcaban nuestros biorritmos, nuestra razón de ser. Corríamos el
peligro de admirar al Jaro, al Vaquilla y de querer crecer Deprisa deprisa.
Nuestro
barrio se había convertido en un peligroso avispero; recuerdo cómo con
frecuencia e inusitada improvisación, se presentaban las “lecheras” en la Plaza
Parvillas, en el Paseo Alberto Palacios o en cualquier rincón de
Villaverde. Los “muertos vivientes” se
apilaban en la Plaza Agata.
Y como ocurre en las pelis de Zombis, un nuevo
virus se había propagado como una epidemia. Aunque por contacto
físico, o por la poca higiene en el consumo, o en las relaciones sexuales sin protección, empezábamos a tener conciencia de
que había una nueva enfermedad, el SIDA, que también se transmitía por el uso de aquellas devastadoras jeringuillas.
A comienzos de aquellos años 80 éramos
demasiado jóvenes para participar como primeros artistas de aquel cambio tan
brutal que se comenzaba a vivir en la sociedad. Sin embargo, nuestra
preadolescencia nos situaba en el epicentro de aquel terremoto: éramos el
futuro y formábamos la generación sobre la que se asentaría el nuevo país. Pero
todo ocurría a una velocidad de vértigo y el torrente de nuevos movimientos
culturales y sociales nos llevaba por delante. La ropa, la música, el
pensamiento; España se despojaba de sus ropas y desnuda abrazaba una nueva
época.
Y empezábamos a salir. Paseo
arriba, paseo abajo. Mi padre pronto nos calificó con el nombre de una banda. Y
le decía a mi madre, cuando nos observaba subir o bajar por Alberto Palacios. “Mira,
ahí van los perros callejeros”. Y lo de perros, con todo el cariño, porque mi
padre, pese a que era de otra época en la que el cariño no se exteriorizaba,
nos quería, muchísimo, a mis amigos y a mí. Goyito, lideraba, con Natalio, con Julio, aquellos aires de cambio. Quizás por su forma
de vestir, por su humildad, por esa capacidad para liderar en silencio, el
resto de nosotros casi que los seguíamos a pies juntillas. Y a mí me costaba;
mis padres no me dejaban llevar el pelo largo, ni tampoco vestir como ellos. Quizás
por eso me sentía, en algunas ocasiones, acomplejado. Hasta Piti, que acababa
de llegar al grupo, con su reloj digital con aquella luz roja que parecían los
ojos del Diablo, y sus gafas de espejo totalmente galácticas, parecía a mis
ojos gozaba de más simpatía y aprecio que yo. Hoy, 35 años después, puedo darme
cuenta de la suerte que tuve por tener los amigos que tenía, y tengo.
Aquellos momentos quedaron
grabados para mí como la Montaña Rusa del Parque de Atracciones que tanto me
gustaba. Tan pronto estaba acompañando a mis padres a tomar café a la Casa de
Campo aquellos domingos de invierno, como volaba al regreso desesperadamente a
buscar a mis amigos al Paseo para hacernos un calimocho o tomarnos una litrona.
Tan pronto estaba persiguiendo a mis vecinas Ana y Begoña en la Plaza de los Cubos de Madrid para ver si podía mendigarles una mirada que me hiciese soñar con un posible noviazgo, como subía en aquel patinete de madera que con tanto cariño los Reyes Magos me habían echado.

Y domingos
por la tarde, a la discoteca Trotter de Getafe a alucinar viendo el video del
Thriller, volviendo a casa corriendo a partir de las 22,00 h, unas veces colándonos
en el Tren Regional (entonces no existía Cercanías) o simplemente corriendo a
través de Los Olivos para no llegar demasiado tarde…
Y así, un millar de historias, de
anécdotas, que hoy recuerdo como si fuesen ayer. Con “cálida” frecuencia leo
comentarios en Facebook, o incluso aquí, en este propio blog, que me aluden una
supuesta gran memoria para recordar todo aquello. Pero no, insisto, no es
memoria, es cariño; es la maravillosa posibilidad de trabajar con los
recuerdos, removerlos, mantener dónde deben estar aquellos que hacen daño y
revivir todo lo bonito. Porque esa ha sido mi elección al comenzar a escribir. También
escucho, con el mismo aprecio con el que los recibo, las opiniones sobre mi personal forma de relatar. “Hablas de una etapa donde todo parecía
maravilloso, Míchel”. Y yo, durante segundos, guardo silencio…porque lo que no
saben es que, con total rotundidad, afirmo que fue una época en la que para mí…todo era maravilloso.
Genial, enhorabuena una vez mas. Fueron para cada uno de nosotros nuestros maravillosos años de infancia y adolescencia, donde todo se magnificaba y que nos hacen ser hoy lo que somos. Historia viva de nuestra historia.
ResponderEliminarEs verdad, quizás magnificamos aquellos recuerdos de una epoca dorada y que nunca volverá. Forman parte de nosotros, y lo que somos hoy viene de lo que fuimos cuando eramos niños y adolescentes, es una suerte poder contarlo y tener lectores como tú, prima, que me animan a seguir escribiendo. Un beso enorme.
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