domingo, 20 de enero de 2019

Aquellos maravillosos años (XIII)


Mi Primera Comunión







Después de recibir la correspondiente Catequesis, recibí mi primera Comunión de manos de Don Adolfo. Mis amigos reirán cuando comprueben que una vez más, Don Adolfo aparece en mis relatos, pero es que desde niño, y casi casi hasta que me fui al Servicio Militar, estuvo presente en varias épocas, y por muy diferentes circunstancias, en mi vida.









Tras la Comunión, y para continuar con el grupo que ya teníamos formado y que en realidad se quedaba ya fuera del entorno de la Iglesia porque ya por detrás venían otros chicos que nos hacían el relevo, se creó un grupo, AMICON (Amistad y Convivencia), en el que nos integramos junto con otros chavales del barrio de la U.V.A. Y así conocimos a Marisa y a Ángel, nuestros primeros monitores, junto con su hermano, y realizábamos diversas actividades como aprender a tocar la guitarra, también clases de kárate; un poco todo aquello que servía como camino en un terreno muy peligroso, un barrio, Villaverde Alto, muy castigado en aquellos momentos por el paro, y peligrosamente para nosotros, por la droga. 


Yo intenté aprender a tocar la Guitarra, quizás también por la influencia que recibía en aquellas tardes mi oído al escuchar a nuestros vecinos de arriba, los Landaberea, en el uso de dicho instrumento. Pero ese oído mío no era lo suficientemente bueno, al igual que mi voz, como para darle continuidad a algo que ya veía no estaba hecho para mí… Así que, tras intentarlo con ciertos acordes, y por las críticas familiares recibidas, decidí que la música que no fuera de ducha no era lo mío.



Al fin y al cabo, siempre me quedaba el fútbol, la calle, mis chapas, mis amigos. Amigos con los que, por ejemplo, y a la temprana edad creo recordar de 13 años, pretendía beberme, y en ese caso, fumarme, la vida antes de tiempo…
Recuerdo aquella tarde de incipiente verano, yendo a jugar a Ibercoal, cuando nos encontramos aquella cajetilla de Kayser, aplastada, con varios cigarros en su interior. Antonio Barroso, Julio Lacasta y yo. Nos miramos, y con la mirada del chiquillo que quiere ir a una aventura, nos dirigimos al puesto de Santamaría para comprar cerillas, y nos volvimos al Ibercoal. Allí, en aquellos campos de fútbol que nos daban la vida, probé el sabor del tabaco rubio por vez primera. Menuda tos me arreó… Lo peor no fue eso, lo peor era la sensación que tenía, estaba seguro, de que me iban a pillar al volver a casa. Y, ya con la faena hecha, le dimos al grifo de la fuente de la Plaza Parvillas para intentar quitarnos el olor con el agua corriente. Ufff….”me pillan, me pillan, de esta no me escapo”…pensaba yo al regresar a casa…..

No muy lejos de aquellas fechas se situaría el episodio “Chaqueta irrompible”, también en los campos de Ibercoal. Resultó que mi tío Luis me había regalado, del material publicitario que recibía en su Tienda de Repuestos, una Chaqueta tipo Chándal de color blanco radiante, preciosa. Confeccionada con un brillo especial, a la luz del sol se dotaba de una gran luminosidad. Y yo, blanco y radiante como las novias, les decía a mis amigos: “Esta chaqueta es total. Es eterna, inmortal, irrompible”. Dicho y hecho. Al minuto tenía a Jesús Álvarez diciéndome: “Trae, déjame tu chaqueta irrompible”. Madre mía. Fueron dos segundos los que tardó en hacer jirones de mi radiante chaqueta. Mi cara era un poema, y el verso lo ponían las carcajadas de mis amigos que se revolcaban por el suelo…. Cogí la chaqueta y, casi entre lágrimas, la tiré a la basura….


Es que en aquellos tiempos no teníamos Play Station, ni tablets, ni móviles. Nos entreteníamos, por ejemplo, criando gusanos de seda. Comprábamos en el Rastro, o nos regalaban, aquellos gusanos a los que había que dar de comer. Y pasábamos las tardes buscando hojas de morera; mi padre nos traía bolsas enteras; y cuando no, íbamos a la estación que allí había, aunque cada vez había que subir más alto para cogerlas porque todos teníamos gusanos en la misma época del año. Igualmente, no había tiendas para comprar accesorios para tenerlos en condiciones de ambiente, luz y humedad, necesarias. ¿Qué mejor que nuestras cajas de zapatos agujereadas? Y allí, los gusanos seguían su ciclo natural, se convertían en bellas polillas que ponían sus huevos y de éstos volvían a nacer más gusanos.



Y en esas calles donde íbamos a buscar moreras, pasábamos el comienzo de nuestra adolescencia. Unas calles, como decía antes, peligrosas, en las que los consejos de nuestros padres empezaban a caer en saco roto ante la pubertad, la curiosidad, el arrojo y la convicción de que ya sobraban el rescate, las chapas y los gusanos de seda. Y ahí, en ese caldo de cultivo, nacían héroes en la gran pantalla que marcaban nuestros biorritmos, nuestra razón de ser. Corríamos el peligro de admirar al Jaro, al Vaquilla y de querer crecer Deprisa deprisa. 

Nuestro barrio se había convertido en un peligroso avispero; recuerdo cómo con frecuencia e inusitada improvisación, se presentaban las “lecheras” en la Plaza Parvillas, en el Paseo Alberto Palacios o en cualquier rincón de Villaverde.  Los “muertos vivientes” se apilaban en la Plaza Agata. 



Y como ocurre en las pelis de Zombis, un nuevo virus se había propagado como una epidemia. Aunque por contacto físico, o por la poca higiene en el consumo, o en las relaciones sexuales sin protección, empezábamos a tener conciencia de que había una nueva enfermedad, el SIDA, que también se transmitía por el uso de aquellas devastadoras jeringuillas.

A comienzos de aquellos años 80 éramos demasiado jóvenes para participar como primeros artistas de aquel cambio tan brutal que se comenzaba a vivir en la sociedad. Sin embargo, nuestra preadolescencia nos situaba en el epicentro de aquel terremoto: éramos el futuro y formábamos la generación sobre la que se asentaría el nuevo país. Pero todo ocurría a una velocidad de vértigo y el torrente de nuevos movimientos culturales y sociales nos llevaba por delante. La ropa, la música, el pensamiento; España se despojaba de sus ropas y desnuda abrazaba una nueva época.


Y empezábamos a salir. Paseo arriba, paseo abajo. Mi padre pronto nos calificó con el nombre de una banda. Y le decía a mi madre, cuando nos observaba subir o bajar por Alberto Palacios. “Mira, ahí van los perros callejeros”. Y lo de perros, con todo el cariño, porque mi padre, pese a que era de otra época en la que el cariño no se exteriorizaba, nos quería, muchísimo, a mis amigos y a mí. Goyito, lideraba, con Natalio, con Julio, aquellos aires de cambio. Quizás por su forma de vestir, por su humildad, por esa capacidad para liderar en silencio, el resto de nosotros casi que los seguíamos a pies juntillas. Y a mí me costaba; mis padres no me dejaban llevar el pelo largo, ni tampoco vestir como ellos. Quizás por eso me sentía, en algunas ocasiones, acomplejado. Hasta Piti, que acababa de llegar al grupo, con su reloj digital con aquella luz roja que parecían los ojos del Diablo, y sus gafas de espejo totalmente galácticas, parecía a mis ojos gozaba de más simpatía y aprecio que yo. Hoy, 35 años después, puedo darme cuenta de la suerte que tuve por tener los amigos que tenía, y tengo.


Aquellos momentos quedaron grabados para mí como la Montaña Rusa del Parque de Atracciones que tanto me gustaba. Tan pronto estaba acompañando a mis padres a tomar café a la Casa de Campo aquellos domingos de invierno, como volaba al regreso desesperadamente a buscar a mis amigos al Paseo para hacernos un calimocho o tomarnos una litrona.   

Tan pronto estaba persiguiendo a mis vecinas Ana y Begoña en la Plaza de los Cubos de Madrid para ver si podía mendigarles una mirada que me hiciese soñar con un posible noviazgo, como subía en aquel patinete de madera que con tanto cariño los Reyes Magos me habían echado.


Eran los años donde nos emocionábamos al ponernos sobre la solapa aquellas Chapitas de La Paz; donde devorábamos los boletines de Discoplay y donde comenzaba a estallar el Obús. Barón Rojo, la influencia heavy, pero también la irrupción en escena de Michael Jackson. Aquellos radiocasetes que al hombro lucían personajes ilustres de Villaverde como “El Leroy”, increíble break dance en aquella zapatería del Paseo. 

Y domingos por la tarde, a la discoteca Trotter de Getafe a alucinar viendo el video del Thriller, volviendo a casa corriendo a partir de las 22,00 h, unas veces colándonos en el Tren Regional (entonces no existía Cercanías) o simplemente corriendo a través de Los Olivos para no llegar demasiado tarde… 

Y así, un millar de historias, de anécdotas, que hoy recuerdo como si fuesen ayer. Con “cálida” frecuencia leo comentarios en Facebook, o incluso aquí, en este propio blog, que me aluden una supuesta gran memoria para recordar todo aquello. Pero no, insisto, no es memoria, es cariño; es la maravillosa posibilidad de trabajar con los recuerdos, removerlos, mantener dónde deben estar aquellos que hacen daño y revivir todo lo bonito. Porque esa ha sido mi elección al comenzar a escribir. También escucho, con el mismo aprecio con el que los recibo, las opiniones sobre mi personal forma de relatar. “Hablas de una etapa donde todo parecía maravilloso, Míchel”. Y yo, durante segundos, guardo silencio…porque lo que no saben es que, con total rotundidad, afirmo que fue una época en la que para mí…todo era maravilloso.


2 comentarios:

  1. Genial, enhorabuena una vez mas. Fueron para cada uno de nosotros nuestros maravillosos años de infancia y adolescencia, donde todo se magnificaba y que nos hacen ser hoy lo que somos. Historia viva de nuestra historia.

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  2. Es verdad, quizás magnificamos aquellos recuerdos de una epoca dorada y que nunca volverá. Forman parte de nosotros, y lo que somos hoy viene de lo que fuimos cuando eramos niños y adolescentes, es una suerte poder contarlo y tener lectores como tú, prima, que me animan a seguir escribiendo. Un beso enorme.

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