Mi juego favorito fueron las chapas. Y desde bien pequeño, además. Para poder conformar los equipos, primero iba recopilando chapas de los bares. Me solía acercar al Belloto, o al Jesusín, y bien en la terraza, o próximo a la barra, siempre había chapas por el suelo. Yo cogía todas las que podía, y luego las seleccionaba.
Tenían que cumplir ciertos
requisitos, no valía cualquiera. Debían tener una circunferencia regular, no
estar dañada, y su fondo debía estar liso. Para la figura del portero, la chapa
adecuada era la del tapón de las botellas de Coca Cola, Fanta, Mirinda,
cualquier refresco que aportase ese tapón a rosca que se convertía en un
excelente guardameta.
El siguiente paso era, previa la
validación de los soportes, conformar los equipos. Sobre una hoja de papel en
fondo blanco, y con la chapa como modelo, redondeaba los círculos que luego
cortaría y que irían dentro de cada chapa, una vez coloreados y nominados. Con
rotulador, pintaba el color, en algunos casos de primera y segunda equipación,
de camiseta y pantalón de cada jugador, y en la parte central, dejaba un
pequeño hueco horizontal para el nombre. Llegué a tener muchos equipos, todos
ellos los guardaba en una bolsa de Pan Bimbo en la que mi equipo, por supuesto
el Real Madrid, tenía un lugar preferencial en otra bolsita.
Las porterías también las hacía
yo, con las cajas de galletas María Fontaneda. Una vez confeccionada la
portería, que tenía que ir recortando piezas, las envolvía con papel de color
blanco para que tuviesen la misma apariencia que las reales.
Para los balones, elegía el mejor
garbanzo que tuviese mi madre en la cocina. Y algunos de ellos eran muy planos
y redondos, y rodaban como el mejor esférico.
Tenía varias superficies a
utilizar; el estadio Santiago Bernabéu era mi habitación, con las dos camas
recogidas. En aquel frío y blanco suelo, mi madre plegaba una alfombra de color
verde, que hacía casi perfecto el desarrollo del fútbol de chapas porque
funcionaba como un perfecto terreno de juego, pues los desplazamientos quedaban
en su justa medida tanto de las chapas como del garbanzo. Y en la alfombra, que
además tenía bordado un rectángulo que permitía delimitar las líneas exteriores
del campo de fútbol, colocaba mis porterías, situaba los dos equipos…y a jugar.
Hacía dos competiciones, la Liga y la Copa de Europa, y por allí pasaron equipos
tan meritorios como el Inter de Milán, el Bayern de Munich, el Ajax (los tres
que fueron invitados en la vida real al primer trofeo Santiago Bernabéu), el
Hamburgo, el Nottingham Forest, y por supuesto, todos los de la Liga Española con
el F.C. Barcelona a la cabeza, con jugadores como Urruti, Verdugo, Migueli,
Neskens, Krankl, el propio Quini, etc. Y por parte de mi Madrid, mis ídolos Pirri,
Juanito, Santillana, Stielike, todos los “García”, Benito, Miguel Angel, García
Remón, etc.
Cuando en la habitación estaba mi
hermano Julián estudiando, o jugando él a otra cosa, o por lo que fuera no me
estaba permitido su uso, me iba bien al patio, en verano, o bien al portal,
donde con tiza dibujaba un campo lo más perfecto posible.
Y entonces comenzaba el
espectáculo: imitando la voz de Héctor del Mar, radiaba cada jugada, cada
momento, y con fuerza gritaba cada gol especialmente si los marcaba mi equipo. ¡Gooooooooooooooooooool
del Real Madrid! Por allí pasaron los que eran entonces mis mejores amigos,
tanto Paquito como Jose, así como Antoñín (Barroso) y también Álvarez, quien
incluso hoy actualmente recuerda aquellos partidos como una interminable sesión
de “trampas” por mi parte, nada más lejano a la realidad.
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Paquito, Jesús Alvarez, Antoñín (Barroso), Pedrito (el abogao) y debajo Jose y Antonio. Y yo entre Jesús y Antoñín, vestido de comunión. |
La calle
La mayor parte de nuestro tiempo
libre lo pasábamos en la calle. Entonces, casi no pasaban coches e incluso podíamos
hacer porterías que iban, de la alcantarilla, al bordillo, y ese era nuestro
terreno de juego.
Allí pasábamos los días jugando
al futbol, sobre el asfalto repleto de baches y hoyos, que cuando la lluvia
hacía su aparición, se convertían en eventuales bebederos para los pajarillos. Incluso
a veces convertíamos nuestro particular estadio en polideportivo, y dábamos paso
en nuestro juego al tenis, con aquellas raquetas de madera pintadas.
Ocasionalmente subíamos al
parking de la estación de Renfe, entonces de libre acceso, y allí improvisábamos
un Roland Garros en cemento, lo cierto es que allí no pasaba nunca ningún coche
y no nos interrumpía nadie al cruzar la calle.
En la calle jugábamos
absolutamente a todo. Al rescate, al churro mediamanga mangantera, al pañuelo, a
la rayuela. Y aquellas peonzas pintadas,
arrojadas al suelo mediante esos cordones blancos. Y qué rabia te daba cuando
en el propio juego, alguien lanzaba su peonza contra la tuya y te la partía en
dos. Eso no era tan divertido como coger la peonza y hacerla bailar encima de
la mano, y cambiarla de una a otra.
En la plaza Parvillas, que
tampoco estaba totalmente asfaltada, jugábamos a la lima y a las canicas. Aquellas
bolas que había que hacer carambola y llevarlas al “gua”. Las había de todos
los tipos, transparentes, blancas coloreadas, algunas eran realmente preciosas.
Y maldecías cuando en esos juegos perdías tu mejor pieza; al igual que con
aquellos cromos de los álbumes de Panini, que intercambiábamos, ganábamos y
perdíamos jugando al montón.
Los Cines
Aquellas tardes de domingo de
doble sesión en el Cine Orpal o el Cine Jamay. Dos películas al precio de una,
eso sí, tenías que estar preparado para todo. Dependiendo del film, así era el
público, y así sería tu tarde de cine.. Recuerdo las películas de Bruce Lee;
eran los tiempos de los “luchacos”, fabricados con cadenas y que se convertían
en un arma peligrosa en manos inexpertas e inadecuadas.
Y aquella película de Holocausto
caníbal; o Enmanuelle, una película mítica por su contenido y sobre todo por la
edad que teníamos para verla. Aquellos acomodadores que tenían que sufrir las
risas, bromas y burlas del público menos “educado”… En el Jamay vi Tiburón, y
en el Orpal Apocalipse Now. Años después vería películas que se habían
estrenado en aquellos años setenta, como Rocky, El Padrino y Fiebre del Sábado
Noche.
En la pantalla grande se estrenaban películas que fui a ver también acompañando a mis padres. Inolvidables para mí “La Guerra de Papá”, que fuimos a verla con Manolo, Berna y mis primos; “Superman”, “La Guerra de las Galaxias” en aquellos cines de la Gran Vía de Madrid donde se ponían esos carteles gigantescos pintados con los rostros o escenas de sus principales protagonistas; luego llegó el neón, y tras él, irían cayendo uno tras otro aquellos cines individuales dando paso a las salas multisesión que, posteriormente, también quedaron sentenciadas por la irrupción de las grandes superficies.
Y, por supuesto, Grease. Película
de culto, para varias generaciones que no habíamos vivido más musicales que
Siete Novias para Siete hermanos y alguno más. Grease supuso, como
Quadrophenia, un estilo de vida. Aun recuerdo las primeras fiestas que
hacíamos, incluso en el colegio, las chicas imitando a Olivia Newton John y
nosotros a un jovencísimo Travolta, icono que representaba la rebeldía, el
amor, los amigos, las pandas y sobre todo…el cambio que se avecinaba a todos
los niveles.
Un cambio que se producía a la
muerte de Franco. Es uno de mis primeros recuerdos, tenía yo 7 años. Sucedió
que íbamos, mis padres, hermanos y yo, en el coche, no sé muy bien dónde. Se habían
decretado 3 días de luto. Oíamos la radio en el trayecto, y al escuchar que no
había colegio, salté con evidentes signos de júbilo, brazos arriba, en señal de
victoria. Diez segundos después, en el primer semáforo en rojo en el que mi
padre detuvo el Renault 4, mi padre se giró y con la mano abierta me soltó una sonora bofetada que solo años más tarde tuve ocasión de entender…
La llegada del Ayatollah Jomeini en Irán, recuerdo aquellas imágenes tan impactantes; empezaba a ver en televisión a Adolfo Suárez y me acuerdo de la brevedad en el Vaticano de Juan Pablo I y su sucesión por Juan Pablo II; la URSS y la guerra fría y a Jimmy Carter, empezaba a llamarme la atención lo que ocurría a nuestro alrededor...
Eran los años del Mundial de
Argentina; recuerdo la selección; aquel traje que tenía yo de la selección española con
las medias negras que llevaban la bandera en su parte superior; el
fallo de Cardeñosa, el partido de clasificación contra Yugoslavia, el gol de
Rubén Cano y el botellazo a Juanito; la final de los papelitos de Argentina-Holanda, la Holanda de los hermanos Van der Kerkoff , de Repp.. y especialmente a otro de mis ídolos, el entonces valencianista Mario Alberto
Kempes, el Matador...