El Cortijo
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Migas en el Cortijo |
El
Cortijo se situaba en la Carretera de El Alquián a Viator. Aproximadamente
podía haber unos 4-5 kilómetros, de puerta del Cortijo a la puerta de la
Panadería. Se accedía por un camino que se sitúa a la izquierda según vas hacia
Viator, pasada la N-347 que entonces no existía. Entonces, la carretera pasaba
por encima del Barranco y solo en días de riada quedaba bloqueada por el paso
del torrente de agua que impedía la circulación.
Una vez en ese camino, te encontrabas a la izquierda con la casa
de Antonio Belmonte y Lola. Tenían tres hijos, que durante muchos años de mi
vida fueron también mis primos, y durante el verano, casi mis hermanos.
Antonio, Carmen Mari y Rosa.
Antonio
tiene aproximadamente la edad de mi hermano Julián, algún años menos; Carmen Mari
es de mi generación, del 68, y Rosa es algo menor. Lógicamente, tan cercanos en
edad, y primos hermanos de José Manuel y Rosalía, en una época donde por lo
general, y especialmente en lugares lejanos a lo que comenzaba ya a ser
"el mundanal ruido y peligros de la ciudad", vivíamos en la calle.
Con Antonio viví momentos increíbles, recuerdo
aquella su primera moto, con la que integraba un grupo de amigos, algunos de
Los Llanos, otros de La Cañada o El Alquián, que bien podía ser los intérpretes
de "Grease" no solo por su vestimenta, también por sus andares, por
cómo interpretaban la vida en aquellos albores de los 80.
Con
Carmen Mari, igualmente, también había hecho muy buenas migas. Y no sólo
porque, con el fin de sacarme de quicio, mis padres, mis tíos, el propio José
Manuel, mis hermanos, pretendían "relacionarme" sino más bien porque
realmente era otra compañera de juegos extraordinaria, genial amiga. Y Rosa,
aquella niña en aquel momento, que era una más con nosotros..
Andabas
un poco hacia abajo, girabas a la derecha y enfilabas hacia el Cortijo de
Manuel y Consuelo, que tenían otras cuatro hijas. Especialmente
las dos pequeñas, fueron mas "hermanas" que primas durante muchos
veranos, alguna semana santa y otros puentes y/o fiestas. Consuelo, casada con
Cristóbal, Rosa, casada con Pepe, Carmen, entonces ennoviaba
con el malogrado Andrés, y Manola, la pequeña.
Pepe
era uno de mis ídolos, con su moto, y especialmente, con su escopeta de
perdigones. Recuerdo aquellas tardes, o mañanas, apostados bajo la no opacidad
de algunos árboles, y arbustos, cuando me dejaba disparar...qué feliz era
cuando me cobraba el botín, pobres gorriones... Años después, José Manuel
también tuvo escopeta de perdigones y la cantidad de veces que le pedía la escopeta,
las cajas de perdigones que eran como las de betún, y nos íbamos de caza....
Con Carmen tuvo más
relación mi hermana; cuestión de chicas, casi de la misma edad. Pero Manola,
como era más pequeña, se juntaba con Carmen Mari, con Rosa, con José Manuel,
con Rosalía y conmigo. Y jugábamos, de sol a sol y pasado el atardecer, entre
juncos, en aquellos caminos de tierra a los que rodeaban cañizos, las plantas
de tomate, los bancales.. A veces con las bicicletas, otras veces en las casas,
casi siempre en esas veredas a las que rodeaba tanto trabajo, tanto esfuerzo y trabajo en el campo.
Antonio y José Manuel
eran adolescentes de manos curtidas; pronto empezaron a coger aquella barra de
hierro con la que se hacían los hoyos en el bancal para poner las cañas; las ataban con hilo de esparto y eso protegía del viento la planta de tomate. Era un trabajo
durísimo, propio de siglos pasados y sin absolutamente más tecnología que la de
subir los brazos con esa barra que pesaría entre 10-15 kgs, y bajarlos con
fuerza para ahondar en la tierra previamente regada con el agua de las balsas.
Eso permitía que el hoyo fuera uniforme y se pudiesen mantener erguidas frente al viento. Aquellas manos eran callos vivos, con algún trozo de piel
que aparecía entre los rasguiños y las heridas. Recuerdo a Antonio padre, a
Manuel, también a Antonio y José Manuel,
a Andrés, en aquellos días de
estío, interminables, de calor almeriense y noche casi toledana,
bajo un sol del que solo les protegía aquellos sombreros de paja y unas
camisetas que habían librado mil batallas.
.
Eran tiempos duros;
para el trabajador del campo siempre lo han sido. Recompensados, probablemente,
pero teñidos de sudor y mucho esfuerzo. Tenían el botijo, al que ellos llamaban
“jarro”, que intentaba mantener el agua lo mas fresca posible. Allí no había
hueco para el dolor. Aun puedo escuchar las risas de Antonio padre cuando se me
ocurria intentar ayudar, con el azadón, para abrir o cerrar surcos que
permitían la llegada del agua en el bancal.. y las carcajadas cuando un día, tras
una víspera en la que para no quedar como un autentico caguetas, echè toda la
jornada con ellos, me vieron aparecer a la mañana siguiente con las manos
desolladas por la dureza de aquella barra de hierro… Decían…. ¿Qué, madriles,
hoy también vas a trabajar con nosotros?... Y yo me moría por un lado de
vergüenza, y por otro de rabia, porque no estaba acostumbrado a esa inhóspita
labor y porque, lógicamente, se reían de mi…
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Las tortillas de la tita Rosalía eran especialmente deliciosas... |
Calle abajo, tras la casa de
Manuel y Consuelo, tomabas ese camino mezcla de piedras, arena y tierra,
unos 400 metros, girabas a la izquierda
y te situabas ya en los limites del Cortijo.
A la derecha, el aljibe y la balsa. La balsa
era como su propio nombre indica, un estanque de agua almacenada, no potable,
cuyo fin era el regadío de las tierras. Se llenaba una vez al año, mas o menos
entre finales de junio o Julio, coincidiendo con el fin del curso escolar. Recién
llenada, sus aguas eras mas o menos limpias, con un color verdoso, y permitían
ver el fondo del suelo, de cemento, sobre el que solo los más altos hacían pie.
La balsa era la piscina privada del Cortijo. Allí nos bañábamos un día sí y
otro también. Y servía adicionalmente de lugar de aseo, pues nos duchábamos con
jabón y champú.
Igualmente, buceábamos sobre todo hasta que,
transcurridas las semanas, su color verdoso daba paso al verde botella, y su
Fauna particular convertía aquella piscina natural del comienzo del verano en
un fangoso estanque donde los renacuajos se convertían en sapos y las
culebrillas en verdaderas serpientes marinas, o al menos así lo creíamos. Y hacíamos
carreras, una de ellas terminó con la entrega de premios en la Cruz Roja de Almería,
con mi mano izquierda reventada del golpe que me llevé con el borde. Fue como
un combate de boxeo, y yo me llevé todos los puntos…
El aljibe molaba, sobre todo, como todo lo que
había en el Cortijo, porque yo no tenia en mi entorno urbano nada parecido.
Tener la oportunidad de sacar agua de un pozo, eso era único. Y esa agua sí era
potable. Aquel cubo de latón unido a una cuerda y el particular ruido cuando lo
echabas. Me enseñaron a calcular cuanta agua quedaba en función del ruido al
caer el cubo…Pura ingeniería artesanal.
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El Renault 6, aparcado al fondo del porche y todos nosotros, en torno a la mesa |
Y después, entrabas ya al porche bajo el que
se situaba la entrada a las dos viviendas. La primera era la de la Tía Rosa,
madre de la tita Rosalía. Aquella casa era un autentico viaje al pasado. La
mesa camilla, el jarro, las sillas marrones donde se mascullaba el tiempo,
arregladas con clavos y pintura, los retratos de los antepasados de la tía
Rosa. Aquel palanganero con agua, y al fondo de la casa la cocina. Una cocina
de época, con aquellas cacerolas gigantes pues la tía Rosa siempre tenía
familia en casa, especialmente en verano que era cuando yo estaba allí. Y las habitaciones,
con cuadros que de pequeño me producían terror, parecía que aquellos parientes
de la tía Rosa me miraban. Y esas camas de madera que crujían al contacto, con
unos colchones rojiblancos repletos de lana, sobre los cuales podía ser
complicado mantener la postura y el equilibrio. Pero qué maravilla, colchones
de lana, para mí algo inaudito.
Contigua a la casa de la tía Rosa, estaba la
casa de los titos Inocencio y Rosalía. La casa antigua apenas la recuerdo, su interior
no debía diferir mucho en estructura a la casa de la tía Rosa, quizás las
habitaciones. A principios de los ochenta, la reformaron, dejándola ya como yo
la recuerdo cuando los titos vendieron el Cortijo para irse a vivir a El Alquián.
Tenía un pasillo, a mano izquierda estaba el dormitorio de los titos, que era
el mismo que tenían en la otra casa y que, además, conservaron durante unos
cuantos años. Según avanzabas por el pasillo, creo que a mano derecha estaba la
habitación de Rosalía, y un pequeño cuarto donde estaba la maquina de coser y
ciertas estanterías con libros porque mi tío Inocencio era del Circulo de
Lectores y tenía muchísimos libros en la casa.
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Una cena en Navidad en el Cortijo, con la tita Lola, la tita María el tito Cecilio, Mari Angeles y al fondo, Cecilio |
En la otra parte del pasillo, se
situaba el Comedor, con aquellas sillas rojas que le daban colorido, la mesa en
la parte central, un mueble/tv al lado de la puerta que tenía un revistero, y
el sofá en la parte frente a la puerta de entrada, que daba al lateral del
Cortijo.
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Aquellas sillas rojas de scai...inolvidables... |
Al final del pasillo, la cocina, el baño y la habitación de José
Manuel, que tenia una cama de extensión especial dada su altura, y una camilla
que se guardaba debajo, que era donde yo dormía cuando iba al Cortijo.
En la
pared de atrás, pintado por mi primo, un Tigre, que él mismo dibujó y coloreó
sobre la pared, con unos colores de lo más original. Un radio casete parecido
al que nosotros teníamos, algo más grande y con doble pletina, que se oía
especialmente bien.
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El tigre pintado por Jose Manuel |
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Mi hermana, posando al lado del Tigre |
Delante de las dos casas, el porche, que era
tan amplio en extensión que cabían dos coches. En él guardaban mis tíos el Renault
6 color granate, y la motillo de mi tío, peculiar, con un sillón triangular que
parecía acuchillado por los cortes que tenía y que dejaban escaparse el
almohadillado; sus dos espejos, y ese motorcillo exterior donde se veía el
pequeño depósito de gasolina que una vez lleno, le daba para tantos y tantos
viajes a El Alquián a jugar la partida de dominó.
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Luisa María, Mari Angeles y mi hermana, en el pollete del porche |
Al lado de la moto de mi tío, estaba la
bicicleta de carreras de mi primo, comprada por él mismo merced a su jornal en
los bancales; bicicleta que yo cogía para ir y venir y que me servía para
hacer ejercicio, porque como ya dije antes, las labores de los tomates no se
habían inventado para mí…
Recuerdo con especial cariño la Derby Sport
Coppa que mi primo se compró, como todo lo que podía adquirir, a base de tanto
esfuerzo y trabajo. Se tiraba los veranos, desde que tenía 14 o 15 años,
trabajando en las tierras de sus tíos para poder ganar un dinerito que le
permitía ciertos caprichos, como la escopeta de perdigones o después la
bicicleta y la moto. Y le daba para bastante más; fueron continuas nuestros
viajes a El Alquián a tomarnos unas jarritas de cerveza, de las de 6 tapas,
mano a mano, gracias en parte a su dinero y al que podía traer yo de Madrid con
los tornillos; de aquel trabajo también hablaré más adelante.
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Comida con mis padres y mis tios Agustin y Antoñita en el Cortijo |
Y al lado del lugar, a mano izquierda según entrabas
al porche, donde estaban motos y bicicleta, se encontraba el cuarto de aseo. Al
servicio se accedía a través de una puerta de madera, antigua, con una llave de
las de acero antiguas, de esas que tienen una cerradura que perfectamente
podías ver qué ocurría más allá de la habitación. Bien, pues en el cuarto de
baño, que comunicaba con el gallinero mediante una ventana que evitaba el
acceso de las gallinas con una reja, solía ser campo de entrenamiento de
patrullas y patrullas de moscas que practicaban vuelos irregulares, generalmente
en círculo, y que te producían cierto malestar, especialmente cuando lo que
necesitabas era intimidad.
En el porche, los arcos y una especie de
asiento donde tomábamos sitio muchas noches, o incluso donde nos tumbábamos
para desde ahí, poder ver el cielo estrellado que se
nos brindaba cada noche, cada verano. Frente al porche, una pequeña parcela de
árboles que si no recuerdo mal eran naranjos o limoneros, donde siendo un niño
tuvieron que rescatarme porque se me ocurrió la brillante idea de entrar y
atacar a las gallinas que entonces también estaban allí.. Salió el gallo,
chulito él, y me puso las piernas que no se veían de los picotazos…
Detrás de las viviendas, para mí, el mayor tesoro del Cortijo. La zona donde se encontraban los animales. Tenían el gallinero, como ya he dicho, lindando con el baño, unos habitáculos para los “chiros”, las cabras, y encima de todo y con acceso mediante una escalera, estaban las jaulas donde guardaban a los conejos. A mí me encantaba subir a verlos, porque no hacían nada, y desde allí, con una caña, “malmetía” a los mismos cerdos a los que después echaba la comida. Lo peor era limpiar las cochiqueras; realmente era desagradable y de ahí les viene el nombre.
En la parte trasera había un almacenillo,
donde recuerdo que guardaban, a modo de bazar, todo tipo de trastos. Y algunas
cosas, como legumbres a granel, que cuando íbamos a cogerlas porque nos
mandaban la Tía Rosa, o mis tíos, teníamos que ir con cuidado porque había
ratones. Lo peor no eran los roedores, eran los cepos que José Manuel había
puesto y luego no se acordaba de dónde, y a veces, la luz de la bombilla no
funcionaba y había que tener muchísimo cuidado.
Frente al almacén, un olivo donde en su
momento se hospedaba Ulises, que era el perro de mis primos cuando yo era mucho
más pequeño, y al que paseaba por los barrancos, bancales y en general, por
toda la zona, porque yo no tenía perro y era todo un lujo acompañarlo; posteriormente,
tras Ulises, mi primo tuvo otro perro que se llamaba Poldark, un excelente
Pastor alemán, pedigrí , de pura cepa, que fue también extraordinario compañero de
juegos.
En el Cortijo evidentemente pasé años inolvidables
de mi vida. Así como en él transcurrieron de los momentos más maravillosos,
también de los más tristes. El tiempo, o la madurez, si es que ésta es
diferente de la edad, me han hecho aprender a transformar aquella tristeza en una
especia de nostalgia que solo me produce alegría; qué suerte la mía, la
nuestra, la de todos los que vivimos aquellos años mágicos, de haber podido
disfrutar de esas risas, de esa alegría que radiaba y que dejó una huella y
unos recuerdos imborrables.
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Va por ti, maestro... |
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