jueves, 25 de octubre de 2018

Aquellos maravillosos años (V)



El Cortijo

Migas en el Cortijo


El Cortijo se situaba en la Carretera de El Alquián a Viator. Aproximadamente podía haber unos 4-5 kilómetros, de puerta del Cortijo a la puerta de la Panadería. Se accedía por un camino que se sitúa a la izquierda según vas hacia Viator, pasada la N-347 que entonces no existía. Entonces, la carretera pasaba por encima del Barranco y solo en días de riada quedaba bloqueada por el paso del torrente de agua que impedía la circulación.

Una vez en ese camino, te encontrabas a la izquierda con la casa de Antonio Belmonte y Lola. Tenían tres hijos, que durante muchos años de mi vida fueron también mis primos, y durante el verano, casi mis hermanos. Antonio, Carmen Mari y Rosa. 



Antonio tiene aproximadamente la edad de mi hermano Julián, algún años menos; Carmen Mari es de mi generación, del 68, y Rosa es algo menor. Lógicamente, tan cercanos en edad, y primos hermanos de José Manuel y Rosalía, en una época donde por lo general, y especialmente en lugares lejanos a lo que comenzaba ya a ser "el mundanal ruido y peligros de la ciudad", vivíamos en la calle.

 Con Antonio viví momentos increíbles, recuerdo aquella su primera moto, con la que integraba un grupo de amigos, algunos de Los Llanos, otros de La Cañada o El Alquián, que bien podía ser los intérpretes de "Grease" no solo por su vestimenta, también por sus andares, por cómo interpretaban la vida en aquellos albores de los 80. 
  
Con Carmen Mari, igualmente, también había hecho muy buenas migas. Y no sólo porque, con el fin de sacarme de quicio, mis padres, mis tíos, el propio José Manuel, mis hermanos, pretendían "relacionarme" sino más bien porque realmente era otra compañera de juegos extraordinaria, genial amiga. Y Rosa, aquella niña en aquel momento, que era una más con nosotros..

Andabas un poco hacia abajo, girabas a la derecha y enfilabas hacia el Cortijo de Manuel y Consuelo, que tenían otras cuatro hijas. Especialmente las dos pequeñas, fueron mas "hermanas" que primas durante muchos veranos, alguna semana santa y otros puentes y/o fiestas. Consuelo, casada con Cristóbal, Rosa, casada con Pepe, Carmen, entonces ennoviaba con el malogrado Andrés, y Manola, la pequeña.

 Pepe era uno de mis ídolos, con su moto, y especialmente, con su escopeta de perdigones. Recuerdo aquellas tardes, o mañanas, apostados bajo la no opacidad de algunos árboles, y arbustos, cuando me dejaba disparar...qué feliz era cuando me cobraba el botín, pobres gorriones... Años después, José Manuel también tuvo escopeta de perdigones y la cantidad de veces que le pedía la escopeta, las cajas de perdigones que eran como las de betún, y nos íbamos  de caza....

Con Carmen tuvo más relación mi hermana; cuestión de chicas, casi de la misma edad. Pero Manola, como era más pequeña, se juntaba con Carmen Mari, con Rosa, con José Manuel, con Rosalía y conmigo. Y jugábamos, de sol a sol y pasado el atardecer, entre juncos, en aquellos caminos de tierra a los que rodeaban cañizos, las plantas de tomate, los bancales.. A veces con las bicicletas, otras veces en las casas, casi siempre en esas veredas a las que rodeaba tanto trabajo, tanto esfuerzo y trabajo en el campo.

Antonio y José Manuel eran adolescentes de manos curtidas; pronto empezaron a coger aquella barra de hierro con la que se hacían los hoyos en el bancal para poner las cañas; las ataban con hilo de esparto y eso protegía del viento la planta de tomate. Era un trabajo durísimo, propio de siglos pasados y sin absolutamente más tecnología que la de subir los brazos con esa barra que pesaría entre 10-15 kgs, y bajarlos con fuerza para ahondar en la tierra previamente regada con el agua de las balsas. Eso permitía que el hoyo fuera uniforme y se pudiesen mantener erguidas frente al viento. Aquellas manos eran callos vivos, con algún trozo de piel que aparecía entre los rasguiños y las heridas. Recuerdo a Antonio padre, a Manuel, también a Antonio y José Manuel,  a Andrés,  en aquellos días de estío,  interminables,  de calor almeriense y noche casi toledana, bajo un sol del que solo les protegía aquellos sombreros de paja y unas camisetas que habían librado mil batallas.
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Eran tiempos duros; para el trabajador del campo siempre lo han sido. Recompensados, probablemente, pero teñidos de sudor y mucho esfuerzo. Tenían el botijo, al que ellos llamaban “jarro”, que intentaba mantener el agua lo mas fresca posible. Allí no había hueco para el dolor. Aun puedo escuchar las risas de Antonio padre cuando se me ocurria intentar ayudar, con el azadón, para abrir o cerrar surcos que permitían la llegada del agua en el bancal.. y las carcajadas cuando un día, tras una víspera en la que para no quedar como un autentico caguetas, echè toda la jornada con ellos, me vieron aparecer a la mañana siguiente con las manos desolladas por la dureza de aquella barra de hierro… Decían…. ¿Qué, madriles, hoy también vas a trabajar con nosotros?... Y yo me moría por un lado de vergüenza, y por otro de rabia, porque no estaba acostumbrado a esa inhóspita labor y porque, lógicamente, se reían de mi…

Las tortillas de la tita Rosalía eran especialmente deliciosas...


Calle abajo, tras la casa de Manuel y Consuelo, tomabas ese camino mezcla de piedras, arena y tierra, unos 400 metros,  girabas a la izquierda y te situabas ya en los limites del Cortijo.

A la derecha, el aljibe y la balsa. La balsa era como su propio nombre indica, un estanque de agua almacenada, no potable, cuyo fin era el regadío de las tierras. Se llenaba una vez al año, mas o menos entre finales de junio o Julio, coincidiendo con el fin del curso escolar. Recién llenada, sus aguas eras mas o menos limpias, con un color verdoso, y permitían ver el fondo del suelo, de cemento, sobre el que solo los más altos hacían pie. La balsa era la piscina privada del Cortijo. Allí nos bañábamos un día sí y otro también. Y servía adicionalmente de lugar de aseo, pues nos duchábamos con jabón y champú.


Igualmente, buceábamos sobre todo hasta que, transcurridas las semanas, su color verdoso daba paso al verde botella, y su Fauna particular convertía aquella piscina natural del comienzo del verano en un fangoso estanque donde los renacuajos se convertían en sapos y las culebrillas en verdaderas serpientes marinas, o al menos así lo creíamos. Y hacíamos carreras, una de ellas terminó con la entrega de premios en la Cruz Roja de Almería, con mi mano izquierda reventada del golpe que me llevé con el borde. Fue como un combate de boxeo, y yo me llevé todos los puntos…

El aljibe molaba, sobre todo, como todo lo que había en el Cortijo, porque yo no tenia en mi entorno urbano nada parecido. Tener la oportunidad de sacar agua de un pozo, eso era único. Y esa agua sí era potable. Aquel cubo de latón unido a una cuerda y el particular ruido cuando lo echabas. Me enseñaron a calcular cuanta agua quedaba en función del ruido al caer el cubo…Pura ingeniería artesanal.

El Renault 6, aparcado al fondo del porche y todos nosotros, en torno a la mesa
I


Y después, entrabas ya al porche bajo el que se situaba la entrada a las dos viviendas. La primera era la de la Tía Rosa, madre de la tita Rosalía. Aquella casa era un autentico viaje al pasado. La mesa camilla, el jarro, las sillas marrones donde se mascullaba el tiempo, arregladas con clavos y pintura, los retratos de los antepasados de la tía Rosa. Aquel palanganero con agua, y al fondo de la casa la cocina. Una cocina de época, con aquellas cacerolas gigantes pues la tía Rosa siempre tenía familia en casa, especialmente en verano que era cuando yo estaba allí. Y las habitaciones, con cuadros que de pequeño me producían terror, parecía que aquellos parientes de la tía Rosa me miraban. Y esas camas de madera que crujían al contacto, con unos colchones rojiblancos repletos de lana, sobre los cuales podía ser complicado mantener la postura y el equilibrio. Pero qué maravilla, colchones de lana, para mí algo inaudito.

Contigua a la casa de la tía Rosa, estaba la casa de los titos Inocencio y Rosalía. La casa antigua apenas la recuerdo, su interior no debía diferir mucho en estructura a la casa de la tía Rosa, quizás las habitaciones. A principios de los ochenta, la reformaron, dejándola ya como yo la recuerdo cuando los titos vendieron el Cortijo para irse a vivir a El Alquián. Tenía un pasillo, a mano izquierda estaba el dormitorio de los titos, que era el mismo que tenían en la otra casa y que, además, conservaron durante unos cuantos años. Según avanzabas por el pasillo, creo que a mano derecha estaba la habitación de Rosalía, y un pequeño cuarto donde estaba la maquina de coser y ciertas estanterías con libros porque mi tío Inocencio era del Circulo de Lectores y tenía muchísimos libros en la casa.

Una cena en Navidad en el Cortijo, con la tita Lola, la tita María el tito Cecilio, Mari Angeles y al fondo, Cecilio


 En la otra parte del pasillo, se situaba el Comedor, con aquellas sillas rojas que le daban colorido, la mesa en la parte central, un mueble/tv al lado de la puerta que tenía un revistero, y el sofá en la parte frente a la puerta de entrada, que daba al lateral del Cortijo

Aquellas sillas rojas de scai...inolvidables...


Al final del pasillo, la cocina, el baño y la habitación de José Manuel, que tenia una cama de extensión especial dada su altura, y una camilla que se guardaba debajo, que era donde yo dormía cuando iba al Cortijo. 


En la pared de atrás, pintado por mi primo, un Tigre, que él mismo dibujó y coloreó sobre la pared, con unos colores de lo más original. Un radio casete parecido al que nosotros teníamos, algo más grande y con doble pletina, que se oía especialmente bien.

El tigre pintado por Jose Manuel

Mi hermana, posando al lado del Tigre







Delante de las dos casas, el porche, que era tan amplio en extensión que cabían dos coches. En él guardaban mis tíos el Renault 6 color granate, y la motillo de mi tío, peculiar, con un sillón triangular que parecía acuchillado por los cortes que tenía y que dejaban escaparse el almohadillado; sus dos espejos, y ese motorcillo exterior donde se veía el pequeño depósito de gasolina que una vez lleno, le daba para tantos y tantos viajes a El Alquián a jugar la partida de dominó.

Luisa María, Mari Angeles y mi hermana, en el pollete del porche

Al lado de la moto de mi tío, estaba la bicicleta de carreras de mi primo, comprada por él mismo merced a su jornal en los bancales; bicicleta que yo cogía para ir y venir y que me servía para hacer ejercicio, porque como ya dije antes, las labores de los tomates no se habían inventado para mí…

Recuerdo con especial cariño la Derby Sport Coppa que mi primo se compró, como todo lo que podía adquirir, a base de tanto esfuerzo y trabajo. Se tiraba los veranos, desde que tenía 14 o 15 años, trabajando en las tierras de sus tíos para poder ganar un dinerito que le permitía ciertos caprichos, como la escopeta de perdigones o después la bicicleta y la moto. Y le daba para bastante más; fueron continuas nuestros viajes a El Alquián a tomarnos unas jarritas de cerveza, de las de 6 tapas, mano a mano, gracias en parte a su dinero y al que podía traer yo de Madrid con los tornillos; de aquel trabajo también hablaré más adelante.

Comida con mis padres y mis tios Agustin y Antoñita en el Cortijo


Y al lado del lugar, a mano izquierda según entrabas al porche, donde estaban motos y bicicleta, se encontraba el cuarto de aseo. Al servicio se accedía a través de una puerta de madera, antigua, con una llave de las de acero antiguas, de esas que tienen una cerradura que perfectamente podías ver qué ocurría más allá de la habitación. Bien, pues en el cuarto de baño, que comunicaba con el gallinero mediante una ventana que evitaba el acceso de las gallinas con una reja, solía ser campo de entrenamiento de patrullas y patrullas de moscas que practicaban vuelos irregulares, generalmente en círculo, y que te producían cierto malestar, especialmente cuando lo que necesitabas era intimidad.

En el porche, los arcos y una especie de asiento donde tomábamos sitio muchas noches, o incluso donde nos tumbábamos para desde ahí, poder ver el cielo estrellado que se nos brindaba cada noche, cada verano. Frente al porche, una pequeña parcela de árboles que si no recuerdo mal eran naranjos o limoneros, donde siendo un niño tuvieron que rescatarme porque se me ocurrió la brillante idea de entrar y atacar a las gallinas que entonces también estaban allí.. Salió el gallo, chulito él, y me puso las piernas que no se veían de los picotazos…  


Detrás de las viviendas, para mí, el mayor tesoro del Cortijo. La zona donde se encontraban los animales. Tenían el gallinero, como ya he dicho, lindando con el baño, unos habitáculos para los “chiros”, las cabras, y encima de todo y con acceso mediante una escalera, estaban las jaulas donde guardaban a los conejos. A mí me encantaba subir a verlos, porque no hacían nada, y desde allí, con una caña,  “malmetía” a los mismos cerdos a los que después echaba la comida. Lo peor era limpiar las cochiqueras; realmente era desagradable y de ahí les viene el nombre.



En la parte trasera había un almacenillo, donde recuerdo que guardaban, a modo de bazar, todo tipo de trastos. Y algunas cosas, como legumbres a granel, que cuando íbamos a cogerlas porque nos mandaban la Tía Rosa, o mis tíos, teníamos que ir con cuidado porque había ratones. Lo peor no eran los roedores, eran los cepos que José Manuel había puesto y luego no se acordaba de dónde, y a veces, la luz de la bombilla no funcionaba y había que tener muchísimo cuidado.

Frente al almacén, un olivo donde en su momento se hospedaba Ulises, que era el perro de mis primos cuando yo era mucho más pequeño, y al que paseaba por los barrancos, bancales y en general, por toda la zona, porque yo no tenía perro y era todo un lujo acompañarlo; posteriormente, tras Ulises, mi primo tuvo otro perro que se llamaba Poldark, un excelente Pastor alemán, pedigrí , de pura cepa, que fue también extraordinario compañero de juegos.

En el Cortijo evidentemente pasé años inolvidables de mi vida. Así como en él transcurrieron de los momentos más maravillosos, también de los más tristes. El tiempo, o la madurez, si es que ésta es diferente de la edad, me han hecho aprender a transformar aquella tristeza en una especia de nostalgia que solo me produce alegría; qué suerte la mía, la nuestra, la de todos los que vivimos aquellos años mágicos, de haber podido disfrutar de esas risas, de esa alegría que radiaba y que dejó una huella y unos recuerdos imborrables. 

Va por ti, maestro...


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